jueves, 27 de diciembre de 2018

Economía como si el hombre importara. Artículo de Víctor Valembois


(Reproduzco íntegramente el artículo del profesor Víctor Valembois, como introducción a este magnífico y esperanzador libro del autor E. F. Schumacher.)



Lectura humanista y civilista de
“Lo pequeño es hermoso”
(A los treinta años del clásico de Schumacher)
por Víctor Valembois



Una relectura necesaria

   Me gustó volver a leer a E. F. Schumacher. Parafraseando a “don Beto” Cañas, se podría afirmar que “era un gran economista, porque a los números agregaba las letras”. Su escrito, originalmente de 1973, mantiene palpitante actualidad, sobre problemas ecológicos, valores, el cambio, el tiempo libre, en fin, tantos temas. Claro, inexorablemente, lleva la marca del tiempo, a pesar de que contiene todo un capítulo, el 15, sobre cómo prever, con criterios de “predictibilidad”. El autor mismo, con sabroso humor inglés (no obstante su origen alemán) señalaba: “se afirma sabiamente que es mejor no prestarles mucha credibilidad a las predicciones, sobre todo las que se refieren al futuro” (p. 26). En otra parte postulaba que “la vida, incluida la vida económica, precisamente porque resulta impredecible, todavía vale vivirla” (p. 234). Bonita fórmula, la de un anciano que se estaba despidiendo. Murió tres años después.



El autor difícilmente se hubiera conjeturado las modificaciones, tan ingentes como estructurales, que se presentaron en pocos lustros. Menciona ya la televisión y el computador, alude a la manipulación de los medios de comunicación, pero de seguro no podía ni imaginarse lo que esos instrumentos representan para una época como la que vivimos, no de cambios, tratándose de un verdadero cambio de época. Aparte de la dimensión tecnológica, están desde luego los espectaculares golpes de timón que se dieron en lo político desde la caída del Muro de Berlín: el planeta ya no es bipolar y, perplejos, hemos asistido a la “implosión” del “Segundo Mundo”, la URSS. Todo lo cual no quita que siguen las tensiones entre unas esferas que se proclaman “globales” y, por ejemplo, la Costa Rica de este inicio de siglo XXI, frustrada al quedar anquilosada en un modelo heredado de la contienda del 48. Pero a la larga, todo el escrito de Schumacher lleva un solo tópico, de permanente interés: el de la gente y como medio para llegarle, la educación integral, humanista. Por eso resulta tan revelador el subtítulo de su trabajo, cuando postula “un estudio sobre economía, donde importa la gente” o, en traducción que refleja más nítidamente la ironía: “como si la gente importara”; o también “en caso de que la gente tenga importancia”. De allí, en este aniversario, mi preocupación por rescatar la profunda veta humanista y civilista que subyace al trabajo. Pongo ambos términos juntos porque se entrecruzan y su significado preciso, a partir del autor, pronto quedará en evidencia. Por eso, en mi interpretación no enfatizaré tanto la tesis central de lo pequeño-como-hermoso, que da título al conjunto, no porque haya perdido interés, muy al contrario, sino porque prefiero subrayar esta vez otros aspectos que igual refuerzan el llamado a lo humano y civil organizativo por parte de este pensador. Desde luego existe traducción de esta obra, pero como siempre, el traslado a otro sistema lingüístico es problemático y conlleva pérdida o alteración de matices. Por eso, con fruición leí el libro en el idioma original inglés, en reedición de 1978. Referiré entonces a esas páginas. La versión española de las numerosas citas corrió por mi cuenta.


De lo meta-económico, pasando por el trabajo “humano” hasta el “alma”

Todo el largo ensayo constituye una inmensa trasgresión, un gran esfuerzo por ensanchar los márgenes de la economía, de una ciencia basada en números y paradigmas de producción, hacia un enfoque más acorde con la etimología de la palabra (algo que Schumacher no explicita, pero queda evidenciado): es el estudio de las normas para regir la casa, eso sí, la casa grande, la del país o hasta el mundo. Por eso, en las pp. 107- 108 introduce un interesante neologismo, desde luego inspirado en lo meta-físico, lo más allá de lo físico, de los antiguos griegos: lo “metaeconómico”3, como lo bautiza. Para ello, evoca sucintamente las bases del pensamiento económico capitalista, y luego se le opone con su visión “más allá”. Para definir la economía-de-corta-vista, que quisiera superar, Schumacher parte de la manifiesta incongruencia, pero de influencia dominante durante décadas, que confundía adelanto con mayor producción, identificaba progreso con aumento del Producto Nacional y, sobre todo, parecía ignorar el contrasentido de construir un mundo de supuesto desarrollo ilimitado con recursos estrictamente finitos, como las reservas fósiles. Según los defensores de tal sistema, lo ideal sería hacer crecer cada vez más la demanda y satisfacer el “consecuente” consumo. A pesar de la crisis energética de principios de los años 70, de acelerado deterioro ambiental-cualitativo y, ahora cada vez más notorio, el calentamiento global, todo ese castillo de rendimiento cuantitativo sigue sin embargo grandemente influenciando las mentes de las grandes masas. ¡Valiente el autor, a lo largo y ancho de su polémico escrito, cuando rompe una lanza contra los postulados de su propia especialización, contra la estrechez mental de colegas y discípulos! Para ello parte por cierto de Lord Keynes, uno de los “profetas” del pensamiento económico, en torno a la famosa crisis de los años treinta. Este postulaba que “el progreso económico solo se obtiene si utilizamos esos poderosos impulsos humanos a los cuales la religión y la sabiduría tradicional se oponen” (p. 29). De ello, nuestro autor simplemente deduce que “si los vicios humanos como la codicia y la envidia se cultivan de manera sistemática, el resultado inevitable será entonces, ni más ni menos, el colapso de la inteligencia” (ibid.). Por tanto: “la sabiduría exige una nueva orientación de la ciencia y la tecnología hacia lo orgánico, comedido, no violento, elegante y bello” (p. 32). Llama la atención lo aparentemente caótico del pensamiento meta-económico que defiende Schumacher. Para tal utopía, se opone al postulado simplista de uno de los fundadores de la economía capitalista, Adam Smith (1723-90), en la línea de que “lo que es bueno para la General Motors lo es para los Estados Unidos” (citado en p. 41). Por parte de Schumacher, especialmente el trabajo en serie merece calificativos duros en extremo, por “destructor del alma, sin sentido, monótono, alienante y contra la naturaleza humana” (pp. 35-36 y 53). Por lo anterior, tan contemporáneo como viejo resulta su diagnóstico de que aquello de manera inevitable produce “escapismo o agresión” que “ninguna cantidad de pan y circo puede compensar” (p. 35): la alusión a los juegos y el espectáculo de tiempos romanos anticipa cruelmente el papel actual de los medios de comunicación. Resulta sintomático cómo, a título de solución, nuestro economista de renombre da consejos que llamaremos simplemente morales: a la pregunta de cómo salir de ese atolladero nos recuerda al viejo Keynes quien anhelaba el tiempo a venir en que “el valor será más fuerte que los medios (el significado) y se preferirá lo bueno antes que lo útil” (p. 22). Por eso propone en forma idealista “resistir la tentación de que nuestros lujos se vuelvan necesidades” y, en seguida, advierte: “se requerirán muchas onzas de eso para poner las bases económicas de la paz” y concluye citando a Gandhi: “Habrá que reconocer que el alma existe aparte del cuerpo” (p. 37). Extraña meta-economía de verdad, la que reivindica un “alma”. Como sea que interpretemos ese término, con o sin connotación religiosa, reivindica en todo caso una honda vivencia espiritual.


El valor y el precio, ¿solo de mercado?


De allí, inmisericorde se vuelve el látigo que Schumacher aplica contra el mercado, no como tal, sino como cúspide única, cosa que de nuevo resulta de patológica actualidad frente a los pontífices de esta instancia, dios supremo ahora a nivel global. Afirma el autor: “(por esa vía) no existe ninguna indagación en la profundidad de las cosas, en los hechos naturales y sociales que se encuentran detrás de ello. En cierto sentido, el mercado constituye la institucionalización del individualismo y la no-responsabilidad” (p. 42). Y más adelante: “el reino de lo cuantitativo encuentra su triunfo más grande en “el Mercado” [entrecomillado y con mayúscula en el original]. Todo se equipara con todo. Equiparar cosas significa darles un precio y por tanto volverlo objeto de intercambio (...) incluso los valores no económicos como la belleza, la salud o la limpieza solo pueden sobrevivir si prueban ser ʻeconómicosʼ” (p. 43). En realidad, aplicando ya una búsqueda de causas respecto de esa, cada vez más, fuerte y funesta imposición del mercado, dejemos de echar simplemente la culpa al elemento externo de turno (los gringos, la globalización, el terrorismo...) y veamos hasta qué punto somos los responsables, en todo caso co-responsables, de esa envolvente realidad. Allí también nuestro hombre pone el dedo en la llaga: “la naturaleza le tiene horror al vacío y cuando el “espacio espiritual” no encuentra alguna motivación superior, simplemente se llena con algo más bajo, en este caso, la pequeña, pobre y calculadora actitud hacia la vida, racionalizada por el cálculo económico” (p. 114). Depende entonces aplicar en nosotros mismos e inculcar a otros, las posibilidades de “motivación superior”, como las llama el autor. El resultado será una sociedad más humanista, más solidaria. Schumacher postula simplemente “recuperar la dignidad del hombre, el cual se sabe más elevado que el animal, pero jamás debe olvidar que nobleza obliga [en francés en el original]” (ibid.) Desde mi formación y deformación de filólogo, el pensamiento de este autor viejo-joven, clásico, me agrada por sus ideas, además de su forma expresiva. Él maneja a conciencia el lenguaje. En otras partes, ya me había sorprendido su uso lingüístico: su cuidadoso vocabulario, el manejo de varios idiomas y un uso exquisito de la ironía (por ejemplo, el epígrafe comentado inicialmente). No puede ser entonces pura casualidad que tres veces por lo menos, en partes diferentes, subraya de algún modo la expresión it pays. Contextualmente, cada vez se puede traducir como “vale la pena”, pero al ponerle comillas, astuto, Schumacher enfatiza cierta connotación de un modo de vivir y de pensar. Buen alemán, lo interpreta con su término Leitbild4. Por sus componentes, de atrás para adelante, bild refiere literalmente a “imagen”, la visualización no solo real sino conceptual, y Leit indica la “directriz”. En español, nunca igual de compacto y sugerente para el caso, podríamos poner la “imagen mental” o la “proyección de un ideal, cierto modo de vivir”. Schumacher es extranjero en el mundo anglosajón, por lo que tiene más facilidad para extrañarse respecto de la lengua, viéndola a distancia, no con la nariz encima como los nativos. Por ello, pícaro observador, desnuda aquella asociación implícita en el inglés según la cual it pays no solo refiere a lo que vale, en dinero, sino se usa también para lo que “vale la pena” en términos no monetarios5. El texto está así salpicado de expresiones donde, en forma casi subversiva, se visualiza la reductiva identificación de valor con valor mercantil. Por ejemplo, en la p. 67 critica que “cuanto más rica una sociedad, más se vuelve imposible hacer cosas que valgan sin que haya un inmediato rendimiento”. Por cierto, de nuevo, en el esquema vigente, este último término (pay-off en inglés) se equipara con rendimiento comercial, como si fuera la única dimensión que existe. Así, además en la p. 58 critica esa mentalidad economicista de cuantificar todo, de poner a todo un “precio”, no en términos ecológicos, valor de la amistad, valor-por-lo-bello. El autor lo indica con una insistencia totalmente tautológica para quienes el único precio al que cabe referirse es el money price. Como si todo valor pudiera comprarse. Pobre ensayista, él tenía aprecio por “la inteligencia y la felicidad”, y solo le valoran en billetes, preferiblemente verdes; daba valor a “la serenidad y de allí la paz del hombre...” (anhelos todos, citados en p. 30) y nada más le entienden en valores de bolsa...


Solidaridad civil y global como terapia contra el mercado envolvente


Esa alma schumacheriana, laica o declaradamente religiosa, a la que se ha aludido, tiene no solo una dimensión individual-interna, especie de conciencia; supone también una perspectiva de con-vivencia, con-ciudadanía (expresión en realidad pleonástica) con el otro en la ciudad, en la polis. A esa dimensión social me referiré ahora, ahondando en esa re-lectura humanista de Lo pequeño es hermoso. Desde una perspectiva meta-económica, ampliada, el autor dedica el capítulo 17 al socialismo, ¡eso sí! visto más allá de la “religión de economía” con su idolatría del enriquecimiento: él postula una socialización en el sentido de saber que uno no vive solo y por ende debe prestar atención a los demás. De manera que también en esa dimensión, y no solo en lo ecológico, se aplica su tesis de lo pequeño como hermoso, simplemente por más humano: “el hombre es pequeño y por eso, lo pequeño es hermoso” (p. 155): es un fomento de la comunicación en co-habitación directa. Por eso el autor igual se opone a la idolatría (término recurrente en él) de lo grande porque sí, una ideología que, también a partir del inglés, se condensa mejor (por la aliteración) en aquello de the bigger, the better (p. 61). Contra esa obsesión, ahora ya socialmente inculcada hasta en los niños, de más y más, él fomenta “la conveniencia, lo humano, lo manejable de lo pequeño”. Parece escrito ayer, digo, esta mañana: “la sociedad actual de consumo es como un adicto a las drogas” (p. 148): ¡siempre ocupa más! Por eso postula un triple nivel de aplicación: el de las relaciones familiares y vecinales, a nivel de la urbe y el entendimiento que ahora procuramos en el plano global. Pero sobre todo, lo importante es aunar acto y palabra, en vez del doble discurso, ese que denuncia Schumacher y al que seguimos acostumbrados: “todos conocemos a gente que se llena la boca, todo el tiempo de hermandad de la especie humana y trata a sus vecinos como enemigos, lo mismo que conocemos a gente que maneja excelentes relaciones con su entorno inmediato, al mismo tiempo que se aferra a pavorosos prejuicios respecto de grupos humanos fuera de su propio círculo específico” (p. 63). Conviene entonces recordar que la humanidad entera empieza en el hogar y con el vecino, a la par. Pero es sobre todo respecto de la configuración en grupo, a nivel de ciudades, que el martilleo del autor se vuelve insistente y mantiene su absoluta actualidad. Implacable, su diagnóstico: “el hombre en la metrópolis moderna manifiesta un alto grado de anonimato, atomización, además de aislamiento espiritual a un extremo virtualmente sin precedente en la historia de la humanidad”6. Frente a la enorme concentración urbana que se ha visto (más todavía en América Latina que en Europa), con ciudades cada vez más gigantescas e inhumanas, en una perspectiva de búsqueda de con-vivencia y de “proximidad”7 civil, Schumacher aboga por “reconstruir la cultura rural” (p. 112) con el esfuerzo descentralizador que la tecnología contemporánea sin duda facilita. Pero, por ejemplo en Costa Rica, tendría que lidiar contra los prejuicios que la cultura de lo urbano ha impuesto con el consiguiente menosprecio a lo campesino. Aludo, al respecto al más que centenario impacto de Magón y otros, ridiculizando al “maicero” como mal hablado, ingenuo y hasta tonto, allí donde muchas veces pasa al revés. Deberíamos aprender más bien de los valores humanos de simple comunicación y mayor convivencia que atesora e irradia el que ha sido criado en una comunidad pequeña, donde prevalecen el conocimiento directo y la solidaridad. Por eso, de palpitante actualidad contra las inhumanas megalópolis, es la propuesta de “dos millones de pueblos, cada uno con dos millones de habitantes” (p. 188). Solo que en Costa Rica, a pesar de ciudades mucho más pequeñas, la endémica falta de previsión y el concepto integral de democracia: la idea “ciudad” ya ni se asocia, etimológicamente que sea, con “civilismo” y lo “políticamente” correcto, es decir, según las reglas de la polis8. Schumacher es europeo, pero por sus viajes y su enfoque humano, humanizador, conoce la realidad del Tercer Mundo. De hecho, toda una parte de su libro se dedica a ello, a leer o a releer a los treinta años, ahora con renovada esperanza porque toda su teoría de la “tecnología intermedia” parece guardar validez. Pero el problema no es tanto de recursos o de medios, como de mentalidades: por la dependencia y la megalomanía que inculcan los medios, a su vez dependientes de centros de poder del norte, pareciera que sigue advirtiendo el investigador: “tremendamente preocupante es la dependencia que se genera cuando países pobres se inclinan hacia patrones de producción y de consumo de los ricos” (p. 189).
Definitivamente, en eso estamos; de allí que toda esta parte aludida apunta hacia una misma idea de con-ciudadanía, ahora a escala planetaria. Hacia ello apuntan todavía creativas reflexiones del autor respecto de los conceptos de “desarrollo” y de “cooperación”. En fin, cualquiera sea el nivel en que nos encontremos, lo local o lo global, el diagnóstico de Schumacher sigue tremendo: “la idea de que una civilización pudiera sostenerse con base en la trasgresión (como la comentada), constituye una monstruosidad ética, espiritual y metafísica. Sería conducir los asuntos económicos del hombre como si en realidad la gente del todo no importara” (p. 141). Desde luego, hemos avanzado, leguas, en desarrollo tecnológico y por ende en cantidad de consumo y de desecho, equiparando aquello con “nivel de vida”; pero más allá, doloroso resulta comprobar que justamente hemos llegado a lo que Schumacher pronosticaba y quiso enrumbar. En nombre del progreso y la cultura, hemos sido absorbidos por el mercado. ¿Soy lo que tengo? ¿Valgo porque ostento? En unas pocas décadas pasamos del templo al mall.



Contra el especialismo, a favor del estudio “general”


Avanzando en el desentrañamiento actual de un libro de hace tres décadas, conviene también dedicar unos párrafos a una aparente contradicción: precisamente por esa conciencia de que todos pertenecemos a una misma especie humana, Schumacher rompe una lanza a favor de estudios y soluciones transdisciplinarios, en contra del especialismo que mal podría entenderse como una apología a lo pequeño-hermoso que él postula. Abundan las críticas al reduccionismo de la especialidad, vivencia cada vez más fuerte. Cita ampliamente el caso, histórico, de Charles Darwin, por su autobiografía9 , donde el biólogo inglés reconoce que hasta los treinta años podía leer con fruición a Shakespeare, “en especial sus obras históricas”, pero que “desde hace varios años ya, no puedo leer ni una línea de poesía”, es más, confiesa “haber perdido prácticamente toda sensibilidad respecto de la pintura y la música”. Como causa de esa amputación reconoce: “mi mente se transformó en una especie de máquina para moler leyes generales”, pero, lamenta, “¿por qué eso causó la atrofia de la parte del cerebro a la que corresponden las sensaciones más elevadas?” Y concluye, con aprensión: “la erosión de esas facultades representa una pérdida de felicidad y quizá afecte al mismo intelecto y con mayor razón el carácter moral, al volver débil la parte emocional de nuestra naturaleza.” ¡Qué dramática confesión de un exponente del positivismo decimonónico! ¡Qué advertencia más poderosa para nosotros, profesores y alumnos al inicio del siglo XXI! Por eso, en otras páginas, como la 107 y la 112, encontramos la crítica despiadada de Schumacher contra el “experto” Mansholt, con su supuesta sabiduría de suprimir todo rastro de la agricultura en la entonces Comunidad Económica Europea, a favor de la industrialización simple del sector. Todo eso nos puede parecer “nórdico”, no adaptado a la perspectiva y vivencias en los países hispanos y latinoamericanos, pero por eso nuevamente sorprende el autor citando a Ortega y Gasset, con quien estamos más familiarizados en esa batalla campal contra el especialismo: “vivir la vida es algo más que la tragedia sin sentido o la desgracia interna.10 Por eso, a la inversa, Schumacher predica y aplica la permanente interferencia de enfoques y hasta de materias, justamente por ser economista especializado pero no miope. Respecto de la puesta en práctica, qué lindo para uno, como amante de las letras, ver que el autor, en varias oportunidades, a lo largo de su libro, se refiere a Shakespeare (p. ej., p. 85) y a partir de El castillo, de Kafka, hace una brillante demostración en contra de “los efectos devastadores del control remoto” (no del televisor, por si acaso...). Así da cuenta que lo pequeño y por ende directo es preferible, lo cual no quita que, en todo el punto 16, está dando pasos “hacia una teoría de la organización a gran escala”. Es decir, queda nuevamente superada la ridícula barrera entre las llamadas “dos culturas” (ver, entre otros, p. 79). El lego corre el riesgo de confundir el enfoque meta-económico de Schumacher con la manía de alguien que quiere hablar de todo, cuando observa que el trabajo del ensayista se encuentra salpicado de referencias de tipo muy diverso, pero por suerte nada disperso. Las hay, religiosas (ver el citado epígrafe, como además, pp. 29, 37, 152, independiente de todo el capítulo 4 sobre “economía budista”); también constan largos desarrollos sobre semántica (pp. 80-90; 219), así como referencias a la metafísica (las comentadas y p. 105, etc.) y no faltan alusiones a la política por la paz (19-21; 97...). Es que, viéndolo bien, más allá del toqueteo indiscriminado opuesto al especialismo, en realidad epidérmico, “las partes no se pueden entender sin una correcta relación con el conjunto” (p. 120): contra los estrechos márgenes de las disciplinas académicas prevalece entonces un verdadero enfoque holístico, sistémico. Brillante y vigente sigue ese postulado de Schumacher según el cual “el conocimiento (él pone: know-how) no es nada en sí mismo; constituye un medio sin un fin, una simple potencialidad, una frase inacabada. El conocimiento no es más cultura que un piano es música. ¿La educación puede ayudar a completar la frase...?” (p. 79). Por eso el autor menciona en forma explícita los “estudios generales”, no sin advertir que estos no se refieren a un picoteo (sniffing at subjects) y que no constituyen necesariamente garantías “materias llamadas humanistas”. (¿Se opondría entonces posiblemente a un año de “humanidades” como las entendemos y aplicamos?) En términos del Cardenal Newman se opone al “intelectual como se le concibe ahora... alguien que se encuentra lleno de ʻpuntos de vistaʼ (viewiness), respecto de cualquier cantidad de materias de actualidad”. Y concluye: “tal riqueza de puntos de vista representa más ignorancia que conocimiento” (pp. 91-92). Ahora bien, el ensayo no contempla un desarrollo respecto de lo que implica, en lo medular y de manera positiva, el enfoque o la actitud de “humanidades” que nosotros practicamos, por ejemplo en la Universidad de Costa Rica. Ciertamente, Schumacher no propone un período peculiar ni a partir de disciplinas específicas. Sin embargo, observo tres puntos relevantes en ese sentido: primero, parece mentira, el economista que dedica no menos de cinco páginas al lenguaje (pp. 80-85), dando énfasis en que nosotros no pensamos en blanco sino con ideas, a partir de un idioma determinado. Es la relación lengua-pensamiento-visión de mundo que Schulte-Herbrüggen y otros han demostrado, pero aquí el mérito está en que alguien de otra ciencia refrenda aquello. 

El cultivo cuantitativo y cualitativo de ese instrumento imprescindible permite un segundo paso, llegar cada vez más a lo que el autor llama “conceptos de valor” (value ideas), esa “caja de herramienta de ideas con las cuales, por las que y a través de las que experimentamos e interpretamos el mundo” (p. 84). Por último, y ese es el peculiar sentido o la función específica que nosotros debemos reservar a lo que llamamos “estudios humanistas”, “(el asunto) no es falta de especialización, sino la ausencia de profundidad con la cual se suele presentar las materias, además de falta de conciencia metafísica. Se enseña las ciencias sin ninguna preocupación respecto de los presupuestos de la ciencia...” (p. 91). Es decir, lo mismo que él apuntaló una meta-economía, propugna que haya meta-psicología, meta-ingeniería, etc. ¿Cómo estaremos al respecto en nuestra respectiva Alma Máter treinta años más tarde? Me temo que en pañales... ¿De verdad, contribuimos a “producir ʻhombres enterosʼ” que añora Schumacher (p. 92) o solo un montón de titulados?


Vigencia de la educación humanista y civilista global


En 1974, Schumacher afirmaba que “sin duda, la tarea de nuestra generación es de reconstrucción metafísica”. Como hemos visto, él propuso esta terapia integral ante el cruel diagnóstico de empobrecimiento humano, no tanto material como sí espiritual, despeñadero en que seguimos. Su libro Lo pequeño es hermoso reivindica tanto la necesidad de una permanente educación humanista, como la urgencia de elaborar o reconstruir mecanismos ciudadanos de convivencia, en el plano local, como a nivel global. Ha muerto Schumacher, pero en las grandes líneas, su hermoso y profundo ensayo mantiene una tremenda actualidad.

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Víctor Valembois

Víctor Valembois reside en Costa Rica desde hace más de treinta y cinco años. Es Licenciado en Filología Romántica por la Universidad de Lovaina (KUL), Bélgica, y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, Madrid.

Es Catedrático, ahora retirado, por las dos grandes universidades estatales del país. Ha sido Agregado Cultural de la Embajada de Bélgica entre 1984-1997.

En Costa Rica, es colaborador permanente de la “Página 15” de ka Nación y del Semanario Universidad. A su haber consta más de un centenar de publicaciones en revistas académicas de Costa rica, Colombia, Chile, Cuba, España, Puerto Rico, Rusia y Bélgica. 



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