(Reproduzco íntegramente el artículo del
profesor Víctor
Valembois, como introducción a este magnífico y esperanzador libro del autor E. F. Schumacher.)
Lectura humanista y civilista de
“Lo pequeño es
hermoso”
(A los treinta años del clásico de Schumacher)
por Víctor
Valembois
Una relectura necesaria
Me gustó volver a leer a E. F.
Schumacher. Parafraseando a “don Beto” Cañas, se podría afirmar que “era un
gran economista, porque a los números agregaba las letras”. Su escrito,
originalmente de 1973, mantiene palpitante actualidad, sobre problemas
ecológicos, valores, el cambio, el tiempo libre, en fin, tantos temas. Claro,
inexorablemente, lleva la marca del tiempo, a pesar de que contiene todo un
capítulo, el 15, sobre cómo prever, con criterios de “predictibilidad”. El
autor mismo, con sabroso humor inglés (no obstante su origen alemán) señalaba:
“se afirma sabiamente que es mejor no prestarles mucha credibilidad a las
predicciones, sobre todo las que se refieren al futuro” (p. 26). En otra parte
postulaba que “la vida, incluida la vida económica, precisamente porque resulta
impredecible, todavía vale vivirla” (p. 234). Bonita fórmula, la de un anciano
que se estaba despidiendo. Murió tres años después.
El autor difícilmente se hubiera conjeturado las
modificaciones, tan ingentes como estructurales, que se presentaron en pocos
lustros. Menciona ya la televisión y el computador, alude a la manipulación de
los medios de comunicación, pero de seguro no podía ni imaginarse lo que esos
instrumentos representan para una época como la que vivimos, no de cambios,
tratándose de un verdadero cambio de época. Aparte de la dimensión tecnológica,
están desde luego los espectaculares golpes de timón que se dieron en lo
político desde la caída del Muro de Berlín: el planeta ya no es bipolar y,
perplejos, hemos asistido a la “implosión” del “Segundo Mundo”, la URSS. Todo
lo cual no quita que siguen las tensiones entre unas esferas que se proclaman
“globales” y, por ejemplo, la Costa Rica de este inicio de siglo XXI, frustrada
al quedar anquilosada en un modelo heredado de la contienda del 48. Pero a la
larga, todo el escrito de Schumacher lleva un solo tópico, de permanente
interés: el de la gente y como medio para llegarle, la educación integral,
humanista. Por eso resulta tan revelador el subtítulo de su trabajo, cuando
postula “un estudio sobre economía, donde importa la gente” o, en traducción
que refleja más nítidamente la ironía: “como si la gente importara”; o también
“en caso de que la gente tenga importancia”. De allí, en este aniversario, mi
preocupación por rescatar la profunda veta humanista y civilista que subyace al
trabajo. Pongo ambos términos juntos porque se entrecruzan y su significado
preciso, a partir del autor, pronto quedará en evidencia. Por eso, en mi
interpretación no enfatizaré tanto la tesis central de lo pequeño-como-hermoso,
que da título al conjunto, no porque haya perdido interés, muy al contrario,
sino porque prefiero subrayar esta vez otros aspectos que igual refuerzan el
llamado a lo humano y civil organizativo por parte de este pensador. Desde
luego existe traducción de esta obra, pero como siempre, el traslado a otro
sistema lingüístico es problemático y conlleva pérdida o alteración de matices.
Por eso, con fruición leí el libro en el idioma original inglés, en reedición
de 1978. Referiré entonces a esas páginas. La versión española de las numerosas
citas corrió por mi cuenta.
De lo meta-económico, pasando por el trabajo “humano” hasta el “alma”
Todo el largo ensayo constituye una inmensa trasgresión,
un gran esfuerzo por ensanchar los márgenes de la economía, de una ciencia
basada en números y paradigmas de producción, hacia un enfoque más acorde con
la etimología de la palabra (algo que Schumacher no explicita, pero queda
evidenciado): es el estudio de las normas para regir la casa, eso sí, la casa
grande, la del país o hasta el mundo. Por eso, en las pp. 107- 108 introduce un
interesante neologismo, desde luego inspirado en lo meta-físico, lo más allá de
lo físico, de los antiguos griegos: lo “metaeconómico”3, como lo bautiza. Para
ello, evoca sucintamente las bases del pensamiento económico capitalista, y
luego se le opone con su visión “más allá”. Para definir la
economía-de-corta-vista, que quisiera superar, Schumacher parte de la
manifiesta incongruencia, pero de influencia dominante durante décadas, que
confundía adelanto con mayor producción, identificaba progreso con aumento del
Producto Nacional y, sobre todo, parecía ignorar el contrasentido de construir
un mundo de supuesto desarrollo ilimitado con recursos estrictamente finitos,
como las reservas fósiles. Según los defensores de tal sistema, lo ideal sería
hacer crecer cada vez más la demanda y satisfacer el “consecuente” consumo. A
pesar de la crisis energética de principios de los años 70, de acelerado
deterioro ambiental-cualitativo y, ahora cada vez más notorio, el calentamiento
global, todo ese castillo de rendimiento cuantitativo sigue sin embargo
grandemente influenciando las mentes de las grandes masas. ¡Valiente el autor,
a lo largo y ancho de su polémico escrito, cuando rompe una lanza contra los
postulados de su propia especialización, contra la estrechez mental de colegas
y discípulos! Para ello parte por cierto de Lord Keynes, uno de los “profetas”
del pensamiento económico, en torno a la famosa crisis de los años treinta.
Este postulaba que “el progreso económico solo se obtiene si utilizamos esos
poderosos impulsos humanos a los cuales la religión y la sabiduría tradicional
se oponen” (p. 29). De ello, nuestro autor simplemente deduce que “si los
vicios humanos como la codicia y la envidia se cultivan de manera sistemática,
el resultado inevitable será entonces, ni más ni menos, el colapso de la
inteligencia” (ibid.). Por tanto: “la sabiduría exige una nueva orientación de
la ciencia y la tecnología hacia lo orgánico, comedido, no violento, elegante y
bello” (p. 32). Llama la atención lo aparentemente caótico del pensamiento
meta-económico que defiende Schumacher. Para tal utopía, se opone al postulado
simplista de uno de los fundadores de la economía capitalista, Adam Smith
(1723-90), en la línea de que “lo que es bueno para la General Motors lo es
para los Estados Unidos” (citado en p. 41). Por parte de Schumacher,
especialmente el trabajo en serie merece calificativos duros en extremo, por
“destructor del alma, sin sentido, monótono, alienante y contra la naturaleza
humana” (pp. 35-36 y 53). Por lo anterior, tan contemporáneo como viejo resulta
su diagnóstico de que aquello de manera inevitable produce “escapismo o
agresión” que “ninguna cantidad de pan y circo puede compensar” (p. 35): la
alusión a los juegos y el espectáculo de tiempos romanos anticipa cruelmente el
papel actual de los medios de comunicación. Resulta sintomático cómo, a título
de solución, nuestro economista de renombre da consejos que llamaremos
simplemente morales: a la pregunta de cómo salir de ese atolladero nos recuerda
al viejo Keynes quien anhelaba el tiempo a venir en que “el valor será más
fuerte que los medios (el significado) y se preferirá lo bueno antes que lo
útil” (p. 22). Por eso propone en forma idealista “resistir la tentación de que
nuestros lujos se vuelvan necesidades” y, en seguida, advierte: “se requerirán
muchas onzas de eso para poner las bases económicas de la paz” y concluye
citando a Gandhi: “Habrá que reconocer que el alma existe aparte del cuerpo”
(p. 37). Extraña meta-economía de verdad, la que reivindica un “alma”. Como sea
que interpretemos ese término, con o sin connotación religiosa, reivindica en
todo caso una honda vivencia espiritual.
El valor y el precio, ¿solo de mercado?
De allí, inmisericorde se vuelve el látigo que Schumacher
aplica contra el mercado, no como tal, sino como cúspide única, cosa que de
nuevo resulta de patológica actualidad frente a los pontífices de esta
instancia, dios supremo ahora a nivel global. Afirma el autor: “(por esa vía)
no existe ninguna indagación en la profundidad de las cosas, en los hechos
naturales y sociales que se encuentran detrás de ello. En cierto sentido, el
mercado constituye la institucionalización del individualismo y la no-responsabilidad”
(p. 42). Y más adelante: “el reino de lo cuantitativo encuentra su triunfo más
grande en “el Mercado” [entrecomillado y con mayúscula en el original]. Todo se
equipara con todo. Equiparar cosas significa darles un precio y por tanto
volverlo objeto de intercambio (...) incluso los valores no económicos como la
belleza, la salud o la limpieza solo pueden sobrevivir si prueban ser
ʻeconómicosʼ” (p. 43). En realidad, aplicando ya una búsqueda de causas
respecto de esa, cada vez más, fuerte y funesta imposición del mercado, dejemos
de echar simplemente la culpa al elemento externo de turno (los gringos, la
globalización, el terrorismo...) y veamos hasta qué punto somos los
responsables, en todo caso co-responsables, de esa envolvente realidad. Allí también
nuestro hombre pone el dedo en la llaga: “la naturaleza le tiene horror al
vacío y cuando el “espacio espiritual” no encuentra alguna motivación superior,
simplemente se llena con algo más bajo, en este caso, la pequeña, pobre y
calculadora actitud hacia la vida, racionalizada por el cálculo económico” (p.
114). Depende entonces aplicar en nosotros mismos e inculcar a otros, las
posibilidades de “motivación superior”, como las llama el autor. El resultado
será una sociedad más humanista, más solidaria. Schumacher postula simplemente
“recuperar la dignidad del hombre, el cual se sabe más elevado que el animal,
pero jamás debe olvidar que nobleza obliga [en francés en el original]” (ibid.)
Desde mi formación y deformación de filólogo, el pensamiento de este autor
viejo-joven, clásico, me agrada por sus ideas, además de su forma expresiva. Él
maneja a conciencia el lenguaje. En otras partes, ya me había sorprendido su
uso lingüístico: su cuidadoso vocabulario, el manejo de varios idiomas y un uso
exquisito de la ironía (por ejemplo, el epígrafe comentado inicialmente). No
puede ser entonces pura casualidad que tres veces por lo menos, en partes
diferentes, subraya de algún modo la expresión it pays. Contextualmente, cada
vez se puede traducir como “vale la pena”, pero al ponerle comillas, astuto,
Schumacher enfatiza cierta connotación de un modo de vivir y de pensar. Buen
alemán, lo interpreta con su término Leitbild4. Por sus componentes, de atrás
para adelante, bild refiere literalmente a “imagen”, la visualización no solo
real sino conceptual, y Leit indica la “directriz”. En español, nunca igual de
compacto y sugerente para el caso, podríamos poner la “imagen mental” o la
“proyección de un ideal, cierto modo de vivir”. Schumacher es extranjero en el
mundo anglosajón, por lo que tiene más facilidad para extrañarse respecto de la
lengua, viéndola a distancia, no con la nariz encima como los nativos. Por
ello, pícaro observador, desnuda aquella asociación implícita en el inglés
según la cual it pays no solo refiere a lo que vale, en dinero, sino se usa
también para lo que “vale la pena” en términos no monetarios5. El texto está
así salpicado de expresiones donde, en forma casi subversiva, se visualiza la
reductiva identificación de valor con valor mercantil. Por ejemplo, en la p. 67
critica que “cuanto más rica una sociedad, más se vuelve imposible hacer cosas
que valgan sin que haya un inmediato rendimiento”. Por cierto, de nuevo, en el
esquema vigente, este último término (pay-off en inglés) se equipara con rendimiento
comercial, como si fuera la única dimensión que existe. Así, además en la p. 58
critica esa mentalidad economicista de cuantificar todo, de poner a todo un
“precio”, no en términos ecológicos, valor de la amistad, valor-por-lo-bello.
El autor lo indica con una insistencia totalmente tautológica para quienes el
único precio al que cabe referirse es el money price. Como si todo valor
pudiera comprarse. Pobre ensayista, él tenía aprecio por “la inteligencia y la
felicidad”, y solo le valoran en billetes, preferiblemente verdes; daba valor a
“la serenidad y de allí la paz del hombre...” (anhelos todos, citados en p. 30)
y nada más le entienden en valores de bolsa...
Solidaridad civil y global como terapia contra el mercado envolvente
Esa alma schumacheriana, laica o declaradamente
religiosa, a la que se ha aludido, tiene no solo una dimensión
individual-interna, especie de conciencia; supone también una perspectiva de
con-vivencia, con-ciudadanía (expresión en realidad pleonástica) con el otro en
la ciudad, en la polis. A esa dimensión social me referiré ahora, ahondando en
esa re-lectura humanista de Lo pequeño es hermoso. Desde una perspectiva
meta-económica, ampliada, el autor dedica el capítulo 17 al socialismo, ¡eso
sí! visto más allá de la “religión de economía” con su idolatría del
enriquecimiento: él postula una socialización en el sentido de saber que uno no
vive solo y por ende debe prestar atención a los demás. De manera que también
en esa dimensión, y no solo en lo ecológico, se aplica su tesis de lo pequeño
como hermoso, simplemente por más humano: “el hombre es pequeño y por eso, lo
pequeño es hermoso” (p. 155): es un fomento de la comunicación en co-habitación
directa. Por eso el autor igual se opone a la idolatría (término recurrente en
él) de lo grande porque sí, una ideología que, también a partir del inglés, se
condensa mejor (por la aliteración) en aquello de the bigger, the better (p.
61). Contra esa obsesión, ahora ya socialmente inculcada hasta en los niños, de
más y más, él fomenta “la conveniencia, lo humano, lo manejable de lo pequeño”.
Parece escrito ayer, digo, esta mañana: “la sociedad actual de consumo es como
un adicto a las drogas” (p. 148): ¡siempre ocupa más! Por eso postula un triple
nivel de aplicación: el de las relaciones familiares y vecinales, a nivel de la
urbe y el entendimiento que ahora procuramos en el plano global. Pero sobre
todo, lo importante es aunar acto y palabra, en vez del doble discurso, ese que
denuncia Schumacher y al que seguimos acostumbrados: “todos conocemos a gente
que se llena la boca, todo el tiempo de hermandad de la especie humana y trata
a sus vecinos como enemigos, lo mismo que conocemos a gente que maneja
excelentes relaciones con su entorno inmediato, al mismo tiempo que se aferra a
pavorosos prejuicios respecto de grupos humanos fuera de su propio círculo
específico” (p. 63). Conviene entonces recordar que la humanidad entera empieza
en el hogar y con el vecino, a la par. Pero es sobre todo respecto de la
configuración en grupo, a nivel de ciudades, que el martilleo del autor se
vuelve insistente y mantiene su absoluta actualidad. Implacable, su
diagnóstico: “el hombre en la metrópolis moderna manifiesta un alto grado de
anonimato, atomización, además de aislamiento espiritual a un extremo
virtualmente sin precedente en la historia de la humanidad”6. Frente a la
enorme concentración urbana que se ha visto (más todavía en América Latina que
en Europa), con ciudades cada vez más gigantescas e inhumanas, en una
perspectiva de búsqueda de con-vivencia y de “proximidad”7 civil, Schumacher
aboga por “reconstruir la cultura rural” (p. 112) con el esfuerzo
descentralizador que la tecnología contemporánea sin duda facilita. Pero, por
ejemplo en Costa Rica, tendría que lidiar contra los prejuicios que la cultura
de lo urbano ha impuesto con el consiguiente menosprecio a lo campesino. Aludo,
al respecto al más que centenario impacto de Magón y otros, ridiculizando al
“maicero” como mal hablado, ingenuo y hasta tonto, allí donde muchas veces pasa
al revés. Deberíamos aprender más bien de los valores humanos de simple
comunicación y mayor convivencia que atesora e irradia el que ha sido criado en
una comunidad pequeña, donde prevalecen el conocimiento directo y la
solidaridad. Por eso, de palpitante actualidad contra las inhumanas
megalópolis, es la propuesta de “dos millones de pueblos, cada uno con dos
millones de habitantes” (p. 188). Solo que en Costa Rica, a pesar de ciudades
mucho más pequeñas, la endémica falta de previsión y el concepto integral de
democracia: la idea “ciudad” ya ni se asocia, etimológicamente que sea, con
“civilismo” y lo “políticamente” correcto, es decir, según las reglas de la
polis8. Schumacher es europeo, pero por sus viajes y su enfoque humano,
humanizador, conoce la realidad del Tercer Mundo. De hecho, toda una parte de
su libro se dedica a ello, a leer o a releer a los treinta años, ahora con
renovada esperanza porque toda su teoría de la “tecnología intermedia” parece
guardar validez. Pero el problema no es tanto de recursos o de medios, como de
mentalidades: por la dependencia y la megalomanía que inculcan los medios, a su
vez dependientes de centros de poder del norte, pareciera que sigue advirtiendo
el investigador: “tremendamente preocupante es la dependencia que se genera
cuando países pobres se inclinan hacia patrones de producción y de consumo de
los ricos” (p. 189).
Definitivamente, en eso estamos; de allí que toda esta
parte aludida apunta hacia una misma idea de con-ciudadanía, ahora a escala
planetaria. Hacia ello apuntan todavía creativas reflexiones del autor respecto
de los conceptos de “desarrollo” y de “cooperación”. En fin, cualquiera sea el
nivel en que nos encontremos, lo local o lo global, el diagnóstico de
Schumacher sigue tremendo: “la idea de que una civilización pudiera sostenerse
con base en la trasgresión (como la comentada), constituye una monstruosidad
ética, espiritual y metafísica. Sería conducir los asuntos económicos del
hombre como si en realidad la gente del todo no importara” (p. 141). Desde
luego, hemos avanzado, leguas, en desarrollo tecnológico y por ende en cantidad
de consumo y de desecho, equiparando aquello con “nivel de vida”; pero más
allá, doloroso resulta comprobar que justamente hemos llegado a lo que
Schumacher pronosticaba y quiso enrumbar. En nombre del progreso y la cultura,
hemos sido absorbidos por el mercado. ¿Soy lo que tengo? ¿Valgo porque ostento?
En unas pocas décadas pasamos del templo al mall.
Contra el especialismo, a favor del estudio “general”
Avanzando en el desentrañamiento actual de un libro de
hace tres décadas, conviene también dedicar unos párrafos a una aparente
contradicción: precisamente por esa conciencia de que todos pertenecemos a una
misma especie humana, Schumacher rompe una lanza a favor de estudios y
soluciones transdisciplinarios, en contra del especialismo que mal podría
entenderse como una apología a lo pequeño-hermoso que él postula. Abundan las
críticas al reduccionismo de la especialidad, vivencia cada vez más fuerte.
Cita ampliamente el caso, histórico, de Charles Darwin, por su autobiografía9 ,
donde el biólogo inglés reconoce que hasta los treinta años podía leer con
fruición a Shakespeare, “en especial sus obras históricas”, pero que “desde
hace varios años ya, no puedo leer ni una línea de poesía”, es más, confiesa
“haber perdido prácticamente toda sensibilidad respecto de la pintura y la
música”. Como causa de esa amputación reconoce: “mi mente se transformó en una
especie de máquina para moler leyes generales”, pero, lamenta, “¿por qué eso
causó la atrofia de la parte del cerebro a la que corresponden las sensaciones
más elevadas?” Y concluye, con aprensión: “la erosión de esas facultades
representa una pérdida de felicidad y quizá afecte al mismo intelecto y con
mayor razón el carácter moral, al volver débil la parte emocional de nuestra
naturaleza.” ¡Qué dramática confesión de un exponente del positivismo
decimonónico! ¡Qué advertencia más poderosa para nosotros, profesores y alumnos
al inicio del siglo XXI! Por eso, en otras páginas, como la 107 y la 112,
encontramos la crítica despiadada de Schumacher contra el “experto” Mansholt,
con su supuesta sabiduría de suprimir todo rastro de la agricultura en la
entonces Comunidad Económica Europea, a favor de la industrialización simple
del sector. Todo eso nos puede parecer “nórdico”, no adaptado a la perspectiva
y vivencias en los países hispanos y latinoamericanos, pero por eso nuevamente
sorprende el autor citando a Ortega y Gasset, con quien estamos más
familiarizados en esa batalla campal contra el especialismo: “vivir la vida es
algo más que la tragedia sin sentido o la desgracia interna.10 Por eso, a la
inversa, Schumacher predica y aplica la permanente interferencia de enfoques y
hasta de materias, justamente por ser economista especializado pero no miope.
Respecto de la puesta en práctica, qué lindo para uno, como amante de las
letras, ver que el autor, en varias oportunidades, a lo largo de su libro, se
refiere a Shakespeare (p. ej., p. 85) y a partir de El castillo, de Kafka, hace
una brillante demostración en contra de “los efectos devastadores del control
remoto” (no del televisor, por si acaso...). Así da cuenta que lo pequeño y por
ende directo es preferible, lo cual no quita que, en todo el punto 16, está
dando pasos “hacia una teoría de la organización a gran escala”. Es decir,
queda nuevamente superada la ridícula barrera entre las llamadas “dos culturas”
(ver, entre otros, p. 79). El lego corre el riesgo de confundir el enfoque
meta-económico de Schumacher con la manía de alguien que quiere hablar de todo,
cuando observa que el trabajo del ensayista se encuentra salpicado de
referencias de tipo muy diverso, pero por suerte nada disperso. Las hay,
religiosas (ver el citado epígrafe, como además, pp. 29, 37, 152, independiente
de todo el capítulo 4 sobre “economía budista”); también constan largos
desarrollos sobre semántica (pp. 80-90; 219), así como referencias a la
metafísica (las comentadas y p. 105, etc.) y no faltan alusiones a la política
por la paz (19-21; 97...). Es que, viéndolo bien, más allá del toqueteo
indiscriminado opuesto al especialismo, en realidad epidérmico, “las partes no
se pueden entender sin una correcta relación con el conjunto” (p. 120): contra
los estrechos márgenes de las disciplinas académicas prevalece entonces un
verdadero enfoque holístico, sistémico. Brillante y vigente sigue ese postulado
de Schumacher según el cual “el conocimiento (él pone: know-how) no es nada en
sí mismo; constituye un medio sin un fin, una simple potencialidad, una frase
inacabada. El conocimiento no es más cultura que un piano es música. ¿La
educación puede ayudar a completar la frase...?” (p. 79). Por eso el autor
menciona en forma explícita los “estudios generales”, no sin advertir que estos
no se refieren a un picoteo (sniffing at subjects) y que no constituyen
necesariamente garantías “materias llamadas humanistas”. (¿Se opondría entonces
posiblemente a un año de “humanidades” como las entendemos y aplicamos?) En
términos del Cardenal Newman se opone al “intelectual como se le concibe
ahora... alguien que se encuentra lleno de ʻpuntos de vistaʼ (viewiness),
respecto de cualquier cantidad de materias de actualidad”. Y concluye: “tal
riqueza de puntos de vista representa más ignorancia que conocimiento” (pp. 91-92).
Ahora bien, el ensayo no contempla un desarrollo respecto de lo que implica, en
lo medular y de manera positiva, el enfoque o la actitud de “humanidades” que
nosotros practicamos, por ejemplo en la Universidad de Costa Rica. Ciertamente,
Schumacher no propone un período peculiar ni a partir de disciplinas
específicas. Sin embargo, observo tres puntos relevantes en ese sentido:
primero, parece mentira, el economista que dedica no menos de cinco páginas al
lenguaje (pp. 80-85), dando énfasis en que nosotros no pensamos en blanco sino
con ideas, a partir de un idioma determinado. Es la relación
lengua-pensamiento-visión de mundo que Schulte-Herbrüggen y otros han
demostrado, pero aquí el mérito está en que alguien de otra ciencia refrenda
aquello.
El cultivo cuantitativo y cualitativo de ese instrumento
imprescindible permite un segundo paso, llegar cada vez más a lo que el autor
llama “conceptos de valor” (value ideas), esa “caja de herramienta de ideas con
las cuales, por las que y a través de las que experimentamos e interpretamos el
mundo” (p. 84). Por último, y ese es el peculiar sentido o la función
específica que nosotros debemos reservar a lo que llamamos “estudios
humanistas”, “(el asunto) no es falta de especialización, sino la ausencia de
profundidad con la cual se suele presentar las materias, además de falta de
conciencia metafísica. Se enseña las ciencias sin ninguna preocupación respecto
de los presupuestos de la ciencia...” (p. 91). Es decir, lo mismo que él
apuntaló una meta-economía, propugna que haya meta-psicología, meta-ingeniería,
etc. ¿Cómo estaremos al respecto en nuestra respectiva Alma Máter treinta años
más tarde? Me temo que en pañales... ¿De verdad, contribuimos a “producir
ʻhombres enterosʼ” que añora Schumacher (p. 92) o solo un montón de titulados?
Vigencia de la educación humanista y civilista global
En 1974, Schumacher afirmaba que “sin duda, la tarea de
nuestra generación es de reconstrucción metafísica”. Como hemos visto, él
propuso esta terapia integral ante el cruel diagnóstico de empobrecimiento
humano, no tanto material como sí espiritual, despeñadero en que seguimos. Su
libro Lo pequeño es hermoso reivindica tanto la necesidad de una permanente
educación humanista, como la urgencia de elaborar o reconstruir mecanismos
ciudadanos de convivencia, en el plano local, como a nivel global. Ha muerto
Schumacher, pero en las grandes líneas, su hermoso y profundo ensayo mantiene
una tremenda actualidad.
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Víctor Valembois
Víctor Valembois reside en Costa Rica desde hace más de treinta y cinco años. Es Licenciado en Filología Romántica por la Universidad de Lovaina (KUL), Bélgica, y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, Madrid.
Es Catedrático, ahora retirado, por las dos grandes universidades estatales del país. Ha sido Agregado Cultural de la Embajada de Bélgica entre 1984-1997.
En Costa Rica, es colaborador permanente de la “Página 15” de ka Nación y del Semanario Universidad. A su haber consta más de un centenar de publicaciones en revistas académicas de Costa rica, Colombia, Chile, Cuba, España, Puerto Rico, Rusia y Bélgica.
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