domingo, 30 de diciembre de 2018

Ungaretti: También yo me digo, pasaré...


También yo me digo, pasaré...




Qué queda después de la desesperación?  El rigor del día?  El agobiante rigor del “día a día”? Es inevitable no conmoverse con los versos de Giuseppe Ungaretti (Egipto, 1888-Milán 1970), un poeta atrapado entre las dos guerras más enormes que ha sufrido la humanidad, y –aunque mayormente modernista, también envuelto entre la corriente  de la nueva escuela del subconsciente y el símbolo (surrealismo) que llegó a invadir a toda Europa. Entre las cuales supo nadar magistralmente sin ningún desvío, con estilo propio: Ungaretti siempre fue y seguirá siendo, para el bien de sus lectores: su propia voz.

La sensibilidad del poeta, es la sensibilidad ante el misterio de la vida y la muerte. Si la II guerra mundial, fue una derrota definitiva para todas las partes, la crueldad de la Ira., (en la que participó) lo llevaría a cuestionar la irracionalidad del hombre, enfrascado en un fratricidio encarnizado.


Ahora podré besar sólo en sueños
Las confiadas manos...
Y charlo, trabajo,
Apenas he cambiado, temo, fumo...
¿Cómo es posible que aguante tanta noche…?

Y también:

"Nadie, mamá, ha sufrido nunca tanto..."
Y el rostro ya desaparecido
Pero los ojos todavía vivos
De la almohada volvía a la ventana,
Y se llenaba de gorriones el cuarto
Hacia las migas esparcidas por el padre
Para distraer a su chico.


Quien defiende la verdad, el bien y la belleza, debe hacerlo siempre, se nace para eso, se come, se respira, se vive y se cultiva el intelecto, las emociones, se curte el carácter, la percepción del mundo y las cosas sólo con ese objetivo...

Pero pocos son conscientes de esa realidad, y aun hay menos (los locos, los niños, los poetas y los ‘tocados’ por Dios) que se atreven en todo momento a hacerle frente a lo que les tenga deparado el destino... Su entrenamiento militar y la convicción de sus ideas, lo distinguió como un “espadachín” que ante una falta podía retarte a duelo –nos cuenta el poeta chileno Armando Uribe, quien en su juventud le conoció en persona. Hasta al punto de increpar al alma (la suya) ante la realidad material de este mundo, en que de alguna forma –como todo hombre, no halla descanso: 

“Esta alma
que conoce las vanidades del corazón
y pérfidas sus tentaciones,
y del mundo la medida,
y los planes de nuestra mente
considera  minucias,
¿por qué no puede soportar
más que arrebatos terrenos?”

Ungaretti, poeta atribulado –pero viril!  Había perdido tempranamente a su padre, aun le tocó vivir la amarga experiencia, años después en Brasil,  la pérdida física de su pequeño hijo de 9 años. Superación y búsqueda valiente ante el misterio de la vida y la muerte, a través de su pensamiento y poesía: versos directos, que a pesar de su amplia cultura, evaden el preciosismo y se afilian frontalmente dentro del pesar y la belleza que produce la existencia humana.


Condena

Como la áspera piedra del volcán,
como la piedra pulida del torrente,
como la noche sola y desnuda,
alma como honda y con terrores
¿Por qué no te recoge
la mano firme del Señor?
Esta alma
que conoce las vanidades del corazón
y pérfidas sus tentaciones,
y del mundo la medida,
y los planes de nuestra mente
considera minucias,
¿por qué no puede soportar
más que arrebatos terrenos?
Tú no me miras ya, Señor…
Y no busco sino olvido
en la ceguedad de la carne.


Vagabundo

En ninguna
parte
de la tierra
me puedo
arraigar
A cada
nuevo
clima
que encuentro
descubro
desfalleciente
que
una vez
ya le estuve
habituado
Y me separo siempre
extranjero
Naciendo
tornado de épocas demasiado
vividas
Gozar un solo
minuto de vida
inicial
Busco un
país inocente.



Tierra


Podría haber en la guadaña
un rápido reflejo, y el rumor
tornar y perderse por grados
hacia las grutas, y el viento podría
de otra sal enrojecer los ojos…
Podrías, la quilla sumergida,
oírla deslizarse a lo lejos,
o a una gaviota equivocar su pico,
la presa huída, en el espejo…
Del trigo de noches y días
colmadas mostraste las manos,
delfines de los viejos tirrenos
viste pintados en secretos
muros inmateriales y, luego, detrás
de las naves, vivos volar,
y tierra eres aún de cenizas
de inventores sin descanso.
Cauto temblor podría otra vez a adormecedoras
mariposas en los olivos, de un instante a otro,
despertar;
quedarás inspiradas vigilias de extintos,
intervenciones insomnes de ausentes,
la fuerza de cenizas, sombras
en el raudo oscilar de las platas.
Continúas derribando al viento;
desde abetos a palmeras el estrépito
por siempre devastas; silente
el grito de los muertos es más fuerte.



La muerte meditada
(Canto quinto)

Has cerrado los ojos,
nace una noche
nena de falsos huecos,
de ruidos muertos
como de corchos
de redes caladas en el agua.
Tus manos se hacen como un soplo
de inviolables lontananzas,
inarraigables como las ideas,
y el equívoco de la luna
y el balancearse, dulcísimos,
si quieres posármelas sobre los ojos,
tocan el alma.
Eres la mujer que pasa
como una hoja
y dejas en los árboles un fuego de otoño.


La madre


Y cuando el corazón de un último latido
haya hecho caer el muro de sombra,
para conducirme, madre, hasta el Señor,
como una vez me darás la mano.
De rodillas, decidida,
serás una estatua delante del Eterno,
como ya te veía
cuando estabas todavía en la vida.
Alzarás temblorosa los viejos brazos,
como cuando expiraste
diciendo: Dios mío, heme aquí.
Y sólo cuando me haya perdonado
te entrarán deseos de mirarme.
Recordarás haberme esperado tanto
y tendrás en los ojos un rápido suspiro.













sábado, 29 de diciembre de 2018

Homenaje a Jorge Luis Borges (Las mil y una noches)



(...erudición, fantasía, historia, en medio de la mística y poesía oriental: excelente!)



LAS MIL Y UNA NOCHES
SEÑORAS, SEÑORES:

Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches. Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de Egipto, el lejano Egipto. Digo “el lejano” porque el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso. 


Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”. ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.

Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. 

Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien lo sé, será de interés para ustedes.

Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.
 La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: “Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.” Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.

Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.

Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.

Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: “Ultra Aurora et Ganges”, “más allá de la aurora y del Ganges”. En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación sobre los hombres del Occidente.

Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado “Monstruo de la Naturaleza” por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico.)

Le envían un elefante y esa palabra, “elefante”, nos recuerda que Roland hace sonar el “olifán”, la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española “alfil” significa “el elefante” en árabe y tiene el mismo origen que “marfil”. En piezas de ajedrez orientales yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.

En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León. El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.

En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.

Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.
En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra “mil” sea casi sinónima de “infinito”. Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches. Decir “mil y una noches” es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir “para siempre”, for ever, se dice for ever and a day, “para siempre y un día”. Se agrega un día a la palabra “siempre”. Lo cual recuerda el epigrama de Heine a una mujer: “Te amaré eternamente y aún después”.

La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.

En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por Kipling: “Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa”.


Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.
Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: “De las operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón.” Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.

Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.
En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido también.

El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar: Morgenland —para el Oriente—, “tierra de la mañana”. Para el Occidente, Abenland, “tierra de la tarde”. Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, “la ida hacia abajo de la tierra de la tarde”, o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente. 

Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de Dante, “Dolce color d’oriental zaffiro”. Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en el Purgatorio.

¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.

Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.


Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen. Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.

Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians, Modales y costumbres de los actuales egipcios, cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.
Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.

¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó “y una”. Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.

Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indos-tánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of the Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), sería un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da ganas de leer el libro.

Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.
En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro infinito. 

Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.
Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del Oriente.

¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos, irresponsables como dioses.

Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede ocurrir en cualquier momento.

Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre. Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de un genio.
¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son invisibles e impalpables.

El genio dice: “Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol.” El pescador le pregunta por qué habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo libere. “Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡ oh mi salvador!” Ese rasgo de ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.

El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: “Lo que me has contado no es cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este pequeño recipiente?” El genio contesta: “Hombre de poca fe, vas a ver”. Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo amenaza.

La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.
Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.

El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Per-sia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se lo cuenta. 

El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete.” El otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.

En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.


Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.
Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento romántico empieza en Inglaterra con Cole-ridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.

Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto literario, de Lit-tmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de notas.

Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra “falsificar” es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿ Por qué no suponer que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?

La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa. Galland nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirables Nuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.

Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también.



Jorge Luis Borges  (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899-Ginebra14 de junio de 1986) Poeta y escritor argentino, considerado uno de los más destacados de la literatura del siglo XX

JOSÉ SARAMAGO - Una perspectiva en final del milenio

jueves, 27 de diciembre de 2018

Economía como si el hombre importara. Artículo de Víctor Valembois


(Reproduzco íntegramente el artículo del profesor Víctor Valembois, como introducción a este magnífico y esperanzador libro del autor E. F. Schumacher.)



Lectura humanista y civilista de
“Lo pequeño es hermoso”
(A los treinta años del clásico de Schumacher)
por Víctor Valembois



Una relectura necesaria

   Me gustó volver a leer a E. F. Schumacher. Parafraseando a “don Beto” Cañas, se podría afirmar que “era un gran economista, porque a los números agregaba las letras”. Su escrito, originalmente de 1973, mantiene palpitante actualidad, sobre problemas ecológicos, valores, el cambio, el tiempo libre, en fin, tantos temas. Claro, inexorablemente, lleva la marca del tiempo, a pesar de que contiene todo un capítulo, el 15, sobre cómo prever, con criterios de “predictibilidad”. El autor mismo, con sabroso humor inglés (no obstante su origen alemán) señalaba: “se afirma sabiamente que es mejor no prestarles mucha credibilidad a las predicciones, sobre todo las que se refieren al futuro” (p. 26). En otra parte postulaba que “la vida, incluida la vida económica, precisamente porque resulta impredecible, todavía vale vivirla” (p. 234). Bonita fórmula, la de un anciano que se estaba despidiendo. Murió tres años después.



El autor difícilmente se hubiera conjeturado las modificaciones, tan ingentes como estructurales, que se presentaron en pocos lustros. Menciona ya la televisión y el computador, alude a la manipulación de los medios de comunicación, pero de seguro no podía ni imaginarse lo que esos instrumentos representan para una época como la que vivimos, no de cambios, tratándose de un verdadero cambio de época. Aparte de la dimensión tecnológica, están desde luego los espectaculares golpes de timón que se dieron en lo político desde la caída del Muro de Berlín: el planeta ya no es bipolar y, perplejos, hemos asistido a la “implosión” del “Segundo Mundo”, la URSS. Todo lo cual no quita que siguen las tensiones entre unas esferas que se proclaman “globales” y, por ejemplo, la Costa Rica de este inicio de siglo XXI, frustrada al quedar anquilosada en un modelo heredado de la contienda del 48. Pero a la larga, todo el escrito de Schumacher lleva un solo tópico, de permanente interés: el de la gente y como medio para llegarle, la educación integral, humanista. Por eso resulta tan revelador el subtítulo de su trabajo, cuando postula “un estudio sobre economía, donde importa la gente” o, en traducción que refleja más nítidamente la ironía: “como si la gente importara”; o también “en caso de que la gente tenga importancia”. De allí, en este aniversario, mi preocupación por rescatar la profunda veta humanista y civilista que subyace al trabajo. Pongo ambos términos juntos porque se entrecruzan y su significado preciso, a partir del autor, pronto quedará en evidencia. Por eso, en mi interpretación no enfatizaré tanto la tesis central de lo pequeño-como-hermoso, que da título al conjunto, no porque haya perdido interés, muy al contrario, sino porque prefiero subrayar esta vez otros aspectos que igual refuerzan el llamado a lo humano y civil organizativo por parte de este pensador. Desde luego existe traducción de esta obra, pero como siempre, el traslado a otro sistema lingüístico es problemático y conlleva pérdida o alteración de matices. Por eso, con fruición leí el libro en el idioma original inglés, en reedición de 1978. Referiré entonces a esas páginas. La versión española de las numerosas citas corrió por mi cuenta.


De lo meta-económico, pasando por el trabajo “humano” hasta el “alma”

Todo el largo ensayo constituye una inmensa trasgresión, un gran esfuerzo por ensanchar los márgenes de la economía, de una ciencia basada en números y paradigmas de producción, hacia un enfoque más acorde con la etimología de la palabra (algo que Schumacher no explicita, pero queda evidenciado): es el estudio de las normas para regir la casa, eso sí, la casa grande, la del país o hasta el mundo. Por eso, en las pp. 107- 108 introduce un interesante neologismo, desde luego inspirado en lo meta-físico, lo más allá de lo físico, de los antiguos griegos: lo “metaeconómico”3, como lo bautiza. Para ello, evoca sucintamente las bases del pensamiento económico capitalista, y luego se le opone con su visión “más allá”. Para definir la economía-de-corta-vista, que quisiera superar, Schumacher parte de la manifiesta incongruencia, pero de influencia dominante durante décadas, que confundía adelanto con mayor producción, identificaba progreso con aumento del Producto Nacional y, sobre todo, parecía ignorar el contrasentido de construir un mundo de supuesto desarrollo ilimitado con recursos estrictamente finitos, como las reservas fósiles. Según los defensores de tal sistema, lo ideal sería hacer crecer cada vez más la demanda y satisfacer el “consecuente” consumo. A pesar de la crisis energética de principios de los años 70, de acelerado deterioro ambiental-cualitativo y, ahora cada vez más notorio, el calentamiento global, todo ese castillo de rendimiento cuantitativo sigue sin embargo grandemente influenciando las mentes de las grandes masas. ¡Valiente el autor, a lo largo y ancho de su polémico escrito, cuando rompe una lanza contra los postulados de su propia especialización, contra la estrechez mental de colegas y discípulos! Para ello parte por cierto de Lord Keynes, uno de los “profetas” del pensamiento económico, en torno a la famosa crisis de los años treinta. Este postulaba que “el progreso económico solo se obtiene si utilizamos esos poderosos impulsos humanos a los cuales la religión y la sabiduría tradicional se oponen” (p. 29). De ello, nuestro autor simplemente deduce que “si los vicios humanos como la codicia y la envidia se cultivan de manera sistemática, el resultado inevitable será entonces, ni más ni menos, el colapso de la inteligencia” (ibid.). Por tanto: “la sabiduría exige una nueva orientación de la ciencia y la tecnología hacia lo orgánico, comedido, no violento, elegante y bello” (p. 32). Llama la atención lo aparentemente caótico del pensamiento meta-económico que defiende Schumacher. Para tal utopía, se opone al postulado simplista de uno de los fundadores de la economía capitalista, Adam Smith (1723-90), en la línea de que “lo que es bueno para la General Motors lo es para los Estados Unidos” (citado en p. 41). Por parte de Schumacher, especialmente el trabajo en serie merece calificativos duros en extremo, por “destructor del alma, sin sentido, monótono, alienante y contra la naturaleza humana” (pp. 35-36 y 53). Por lo anterior, tan contemporáneo como viejo resulta su diagnóstico de que aquello de manera inevitable produce “escapismo o agresión” que “ninguna cantidad de pan y circo puede compensar” (p. 35): la alusión a los juegos y el espectáculo de tiempos romanos anticipa cruelmente el papel actual de los medios de comunicación. Resulta sintomático cómo, a título de solución, nuestro economista de renombre da consejos que llamaremos simplemente morales: a la pregunta de cómo salir de ese atolladero nos recuerda al viejo Keynes quien anhelaba el tiempo a venir en que “el valor será más fuerte que los medios (el significado) y se preferirá lo bueno antes que lo útil” (p. 22). Por eso propone en forma idealista “resistir la tentación de que nuestros lujos se vuelvan necesidades” y, en seguida, advierte: “se requerirán muchas onzas de eso para poner las bases económicas de la paz” y concluye citando a Gandhi: “Habrá que reconocer que el alma existe aparte del cuerpo” (p. 37). Extraña meta-economía de verdad, la que reivindica un “alma”. Como sea que interpretemos ese término, con o sin connotación religiosa, reivindica en todo caso una honda vivencia espiritual.


El valor y el precio, ¿solo de mercado?


De allí, inmisericorde se vuelve el látigo que Schumacher aplica contra el mercado, no como tal, sino como cúspide única, cosa que de nuevo resulta de patológica actualidad frente a los pontífices de esta instancia, dios supremo ahora a nivel global. Afirma el autor: “(por esa vía) no existe ninguna indagación en la profundidad de las cosas, en los hechos naturales y sociales que se encuentran detrás de ello. En cierto sentido, el mercado constituye la institucionalización del individualismo y la no-responsabilidad” (p. 42). Y más adelante: “el reino de lo cuantitativo encuentra su triunfo más grande en “el Mercado” [entrecomillado y con mayúscula en el original]. Todo se equipara con todo. Equiparar cosas significa darles un precio y por tanto volverlo objeto de intercambio (...) incluso los valores no económicos como la belleza, la salud o la limpieza solo pueden sobrevivir si prueban ser ʻeconómicosʼ” (p. 43). En realidad, aplicando ya una búsqueda de causas respecto de esa, cada vez más, fuerte y funesta imposición del mercado, dejemos de echar simplemente la culpa al elemento externo de turno (los gringos, la globalización, el terrorismo...) y veamos hasta qué punto somos los responsables, en todo caso co-responsables, de esa envolvente realidad. Allí también nuestro hombre pone el dedo en la llaga: “la naturaleza le tiene horror al vacío y cuando el “espacio espiritual” no encuentra alguna motivación superior, simplemente se llena con algo más bajo, en este caso, la pequeña, pobre y calculadora actitud hacia la vida, racionalizada por el cálculo económico” (p. 114). Depende entonces aplicar en nosotros mismos e inculcar a otros, las posibilidades de “motivación superior”, como las llama el autor. El resultado será una sociedad más humanista, más solidaria. Schumacher postula simplemente “recuperar la dignidad del hombre, el cual se sabe más elevado que el animal, pero jamás debe olvidar que nobleza obliga [en francés en el original]” (ibid.) Desde mi formación y deformación de filólogo, el pensamiento de este autor viejo-joven, clásico, me agrada por sus ideas, además de su forma expresiva. Él maneja a conciencia el lenguaje. En otras partes, ya me había sorprendido su uso lingüístico: su cuidadoso vocabulario, el manejo de varios idiomas y un uso exquisito de la ironía (por ejemplo, el epígrafe comentado inicialmente). No puede ser entonces pura casualidad que tres veces por lo menos, en partes diferentes, subraya de algún modo la expresión it pays. Contextualmente, cada vez se puede traducir como “vale la pena”, pero al ponerle comillas, astuto, Schumacher enfatiza cierta connotación de un modo de vivir y de pensar. Buen alemán, lo interpreta con su término Leitbild4. Por sus componentes, de atrás para adelante, bild refiere literalmente a “imagen”, la visualización no solo real sino conceptual, y Leit indica la “directriz”. En español, nunca igual de compacto y sugerente para el caso, podríamos poner la “imagen mental” o la “proyección de un ideal, cierto modo de vivir”. Schumacher es extranjero en el mundo anglosajón, por lo que tiene más facilidad para extrañarse respecto de la lengua, viéndola a distancia, no con la nariz encima como los nativos. Por ello, pícaro observador, desnuda aquella asociación implícita en el inglés según la cual it pays no solo refiere a lo que vale, en dinero, sino se usa también para lo que “vale la pena” en términos no monetarios5. El texto está así salpicado de expresiones donde, en forma casi subversiva, se visualiza la reductiva identificación de valor con valor mercantil. Por ejemplo, en la p. 67 critica que “cuanto más rica una sociedad, más se vuelve imposible hacer cosas que valgan sin que haya un inmediato rendimiento”. Por cierto, de nuevo, en el esquema vigente, este último término (pay-off en inglés) se equipara con rendimiento comercial, como si fuera la única dimensión que existe. Así, además en la p. 58 critica esa mentalidad economicista de cuantificar todo, de poner a todo un “precio”, no en términos ecológicos, valor de la amistad, valor-por-lo-bello. El autor lo indica con una insistencia totalmente tautológica para quienes el único precio al que cabe referirse es el money price. Como si todo valor pudiera comprarse. Pobre ensayista, él tenía aprecio por “la inteligencia y la felicidad”, y solo le valoran en billetes, preferiblemente verdes; daba valor a “la serenidad y de allí la paz del hombre...” (anhelos todos, citados en p. 30) y nada más le entienden en valores de bolsa...


Solidaridad civil y global como terapia contra el mercado envolvente


Esa alma schumacheriana, laica o declaradamente religiosa, a la que se ha aludido, tiene no solo una dimensión individual-interna, especie de conciencia; supone también una perspectiva de con-vivencia, con-ciudadanía (expresión en realidad pleonástica) con el otro en la ciudad, en la polis. A esa dimensión social me referiré ahora, ahondando en esa re-lectura humanista de Lo pequeño es hermoso. Desde una perspectiva meta-económica, ampliada, el autor dedica el capítulo 17 al socialismo, ¡eso sí! visto más allá de la “religión de economía” con su idolatría del enriquecimiento: él postula una socialización en el sentido de saber que uno no vive solo y por ende debe prestar atención a los demás. De manera que también en esa dimensión, y no solo en lo ecológico, se aplica su tesis de lo pequeño como hermoso, simplemente por más humano: “el hombre es pequeño y por eso, lo pequeño es hermoso” (p. 155): es un fomento de la comunicación en co-habitación directa. Por eso el autor igual se opone a la idolatría (término recurrente en él) de lo grande porque sí, una ideología que, también a partir del inglés, se condensa mejor (por la aliteración) en aquello de the bigger, the better (p. 61). Contra esa obsesión, ahora ya socialmente inculcada hasta en los niños, de más y más, él fomenta “la conveniencia, lo humano, lo manejable de lo pequeño”. Parece escrito ayer, digo, esta mañana: “la sociedad actual de consumo es como un adicto a las drogas” (p. 148): ¡siempre ocupa más! Por eso postula un triple nivel de aplicación: el de las relaciones familiares y vecinales, a nivel de la urbe y el entendimiento que ahora procuramos en el plano global. Pero sobre todo, lo importante es aunar acto y palabra, en vez del doble discurso, ese que denuncia Schumacher y al que seguimos acostumbrados: “todos conocemos a gente que se llena la boca, todo el tiempo de hermandad de la especie humana y trata a sus vecinos como enemigos, lo mismo que conocemos a gente que maneja excelentes relaciones con su entorno inmediato, al mismo tiempo que se aferra a pavorosos prejuicios respecto de grupos humanos fuera de su propio círculo específico” (p. 63). Conviene entonces recordar que la humanidad entera empieza en el hogar y con el vecino, a la par. Pero es sobre todo respecto de la configuración en grupo, a nivel de ciudades, que el martilleo del autor se vuelve insistente y mantiene su absoluta actualidad. Implacable, su diagnóstico: “el hombre en la metrópolis moderna manifiesta un alto grado de anonimato, atomización, además de aislamiento espiritual a un extremo virtualmente sin precedente en la historia de la humanidad”6. Frente a la enorme concentración urbana que se ha visto (más todavía en América Latina que en Europa), con ciudades cada vez más gigantescas e inhumanas, en una perspectiva de búsqueda de con-vivencia y de “proximidad”7 civil, Schumacher aboga por “reconstruir la cultura rural” (p. 112) con el esfuerzo descentralizador que la tecnología contemporánea sin duda facilita. Pero, por ejemplo en Costa Rica, tendría que lidiar contra los prejuicios que la cultura de lo urbano ha impuesto con el consiguiente menosprecio a lo campesino. Aludo, al respecto al más que centenario impacto de Magón y otros, ridiculizando al “maicero” como mal hablado, ingenuo y hasta tonto, allí donde muchas veces pasa al revés. Deberíamos aprender más bien de los valores humanos de simple comunicación y mayor convivencia que atesora e irradia el que ha sido criado en una comunidad pequeña, donde prevalecen el conocimiento directo y la solidaridad. Por eso, de palpitante actualidad contra las inhumanas megalópolis, es la propuesta de “dos millones de pueblos, cada uno con dos millones de habitantes” (p. 188). Solo que en Costa Rica, a pesar de ciudades mucho más pequeñas, la endémica falta de previsión y el concepto integral de democracia: la idea “ciudad” ya ni se asocia, etimológicamente que sea, con “civilismo” y lo “políticamente” correcto, es decir, según las reglas de la polis8. Schumacher es europeo, pero por sus viajes y su enfoque humano, humanizador, conoce la realidad del Tercer Mundo. De hecho, toda una parte de su libro se dedica a ello, a leer o a releer a los treinta años, ahora con renovada esperanza porque toda su teoría de la “tecnología intermedia” parece guardar validez. Pero el problema no es tanto de recursos o de medios, como de mentalidades: por la dependencia y la megalomanía que inculcan los medios, a su vez dependientes de centros de poder del norte, pareciera que sigue advirtiendo el investigador: “tremendamente preocupante es la dependencia que se genera cuando países pobres se inclinan hacia patrones de producción y de consumo de los ricos” (p. 189).
Definitivamente, en eso estamos; de allí que toda esta parte aludida apunta hacia una misma idea de con-ciudadanía, ahora a escala planetaria. Hacia ello apuntan todavía creativas reflexiones del autor respecto de los conceptos de “desarrollo” y de “cooperación”. En fin, cualquiera sea el nivel en que nos encontremos, lo local o lo global, el diagnóstico de Schumacher sigue tremendo: “la idea de que una civilización pudiera sostenerse con base en la trasgresión (como la comentada), constituye una monstruosidad ética, espiritual y metafísica. Sería conducir los asuntos económicos del hombre como si en realidad la gente del todo no importara” (p. 141). Desde luego, hemos avanzado, leguas, en desarrollo tecnológico y por ende en cantidad de consumo y de desecho, equiparando aquello con “nivel de vida”; pero más allá, doloroso resulta comprobar que justamente hemos llegado a lo que Schumacher pronosticaba y quiso enrumbar. En nombre del progreso y la cultura, hemos sido absorbidos por el mercado. ¿Soy lo que tengo? ¿Valgo porque ostento? En unas pocas décadas pasamos del templo al mall.



Contra el especialismo, a favor del estudio “general”


Avanzando en el desentrañamiento actual de un libro de hace tres décadas, conviene también dedicar unos párrafos a una aparente contradicción: precisamente por esa conciencia de que todos pertenecemos a una misma especie humana, Schumacher rompe una lanza a favor de estudios y soluciones transdisciplinarios, en contra del especialismo que mal podría entenderse como una apología a lo pequeño-hermoso que él postula. Abundan las críticas al reduccionismo de la especialidad, vivencia cada vez más fuerte. Cita ampliamente el caso, histórico, de Charles Darwin, por su autobiografía9 , donde el biólogo inglés reconoce que hasta los treinta años podía leer con fruición a Shakespeare, “en especial sus obras históricas”, pero que “desde hace varios años ya, no puedo leer ni una línea de poesía”, es más, confiesa “haber perdido prácticamente toda sensibilidad respecto de la pintura y la música”. Como causa de esa amputación reconoce: “mi mente se transformó en una especie de máquina para moler leyes generales”, pero, lamenta, “¿por qué eso causó la atrofia de la parte del cerebro a la que corresponden las sensaciones más elevadas?” Y concluye, con aprensión: “la erosión de esas facultades representa una pérdida de felicidad y quizá afecte al mismo intelecto y con mayor razón el carácter moral, al volver débil la parte emocional de nuestra naturaleza.” ¡Qué dramática confesión de un exponente del positivismo decimonónico! ¡Qué advertencia más poderosa para nosotros, profesores y alumnos al inicio del siglo XXI! Por eso, en otras páginas, como la 107 y la 112, encontramos la crítica despiadada de Schumacher contra el “experto” Mansholt, con su supuesta sabiduría de suprimir todo rastro de la agricultura en la entonces Comunidad Económica Europea, a favor de la industrialización simple del sector. Todo eso nos puede parecer “nórdico”, no adaptado a la perspectiva y vivencias en los países hispanos y latinoamericanos, pero por eso nuevamente sorprende el autor citando a Ortega y Gasset, con quien estamos más familiarizados en esa batalla campal contra el especialismo: “vivir la vida es algo más que la tragedia sin sentido o la desgracia interna.10 Por eso, a la inversa, Schumacher predica y aplica la permanente interferencia de enfoques y hasta de materias, justamente por ser economista especializado pero no miope. Respecto de la puesta en práctica, qué lindo para uno, como amante de las letras, ver que el autor, en varias oportunidades, a lo largo de su libro, se refiere a Shakespeare (p. ej., p. 85) y a partir de El castillo, de Kafka, hace una brillante demostración en contra de “los efectos devastadores del control remoto” (no del televisor, por si acaso...). Así da cuenta que lo pequeño y por ende directo es preferible, lo cual no quita que, en todo el punto 16, está dando pasos “hacia una teoría de la organización a gran escala”. Es decir, queda nuevamente superada la ridícula barrera entre las llamadas “dos culturas” (ver, entre otros, p. 79). El lego corre el riesgo de confundir el enfoque meta-económico de Schumacher con la manía de alguien que quiere hablar de todo, cuando observa que el trabajo del ensayista se encuentra salpicado de referencias de tipo muy diverso, pero por suerte nada disperso. Las hay, religiosas (ver el citado epígrafe, como además, pp. 29, 37, 152, independiente de todo el capítulo 4 sobre “economía budista”); también constan largos desarrollos sobre semántica (pp. 80-90; 219), así como referencias a la metafísica (las comentadas y p. 105, etc.) y no faltan alusiones a la política por la paz (19-21; 97...). Es que, viéndolo bien, más allá del toqueteo indiscriminado opuesto al especialismo, en realidad epidérmico, “las partes no se pueden entender sin una correcta relación con el conjunto” (p. 120): contra los estrechos márgenes de las disciplinas académicas prevalece entonces un verdadero enfoque holístico, sistémico. Brillante y vigente sigue ese postulado de Schumacher según el cual “el conocimiento (él pone: know-how) no es nada en sí mismo; constituye un medio sin un fin, una simple potencialidad, una frase inacabada. El conocimiento no es más cultura que un piano es música. ¿La educación puede ayudar a completar la frase...?” (p. 79). Por eso el autor menciona en forma explícita los “estudios generales”, no sin advertir que estos no se refieren a un picoteo (sniffing at subjects) y que no constituyen necesariamente garantías “materias llamadas humanistas”. (¿Se opondría entonces posiblemente a un año de “humanidades” como las entendemos y aplicamos?) En términos del Cardenal Newman se opone al “intelectual como se le concibe ahora... alguien que se encuentra lleno de ʻpuntos de vistaʼ (viewiness), respecto de cualquier cantidad de materias de actualidad”. Y concluye: “tal riqueza de puntos de vista representa más ignorancia que conocimiento” (pp. 91-92). Ahora bien, el ensayo no contempla un desarrollo respecto de lo que implica, en lo medular y de manera positiva, el enfoque o la actitud de “humanidades” que nosotros practicamos, por ejemplo en la Universidad de Costa Rica. Ciertamente, Schumacher no propone un período peculiar ni a partir de disciplinas específicas. Sin embargo, observo tres puntos relevantes en ese sentido: primero, parece mentira, el economista que dedica no menos de cinco páginas al lenguaje (pp. 80-85), dando énfasis en que nosotros no pensamos en blanco sino con ideas, a partir de un idioma determinado. Es la relación lengua-pensamiento-visión de mundo que Schulte-Herbrüggen y otros han demostrado, pero aquí el mérito está en que alguien de otra ciencia refrenda aquello. 

El cultivo cuantitativo y cualitativo de ese instrumento imprescindible permite un segundo paso, llegar cada vez más a lo que el autor llama “conceptos de valor” (value ideas), esa “caja de herramienta de ideas con las cuales, por las que y a través de las que experimentamos e interpretamos el mundo” (p. 84). Por último, y ese es el peculiar sentido o la función específica que nosotros debemos reservar a lo que llamamos “estudios humanistas”, “(el asunto) no es falta de especialización, sino la ausencia de profundidad con la cual se suele presentar las materias, además de falta de conciencia metafísica. Se enseña las ciencias sin ninguna preocupación respecto de los presupuestos de la ciencia...” (p. 91). Es decir, lo mismo que él apuntaló una meta-economía, propugna que haya meta-psicología, meta-ingeniería, etc. ¿Cómo estaremos al respecto en nuestra respectiva Alma Máter treinta años más tarde? Me temo que en pañales... ¿De verdad, contribuimos a “producir ʻhombres enterosʼ” que añora Schumacher (p. 92) o solo un montón de titulados?


Vigencia de la educación humanista y civilista global


En 1974, Schumacher afirmaba que “sin duda, la tarea de nuestra generación es de reconstrucción metafísica”. Como hemos visto, él propuso esta terapia integral ante el cruel diagnóstico de empobrecimiento humano, no tanto material como sí espiritual, despeñadero en que seguimos. Su libro Lo pequeño es hermoso reivindica tanto la necesidad de una permanente educación humanista, como la urgencia de elaborar o reconstruir mecanismos ciudadanos de convivencia, en el plano local, como a nivel global. Ha muerto Schumacher, pero en las grandes líneas, su hermoso y profundo ensayo mantiene una tremenda actualidad.

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Víctor Valembois

Víctor Valembois reside en Costa Rica desde hace más de treinta y cinco años. Es Licenciado en Filología Romántica por la Universidad de Lovaina (KUL), Bélgica, y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, Madrid.

Es Catedrático, ahora retirado, por las dos grandes universidades estatales del país. Ha sido Agregado Cultural de la Embajada de Bélgica entre 1984-1997.

En Costa Rica, es colaborador permanente de la “Página 15” de ka Nación y del Semanario Universidad. A su haber consta más de un centenar de publicaciones en revistas académicas de Costa rica, Colombia, Chile, Cuba, España, Puerto Rico, Rusia y Bélgica. 



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