(...erudición, fantasía, historia, en
medio de la mística y poesía oriental: excelente!)
LAS MIL Y UNA
NOCHES
SEÑORAS, SEÑORES:
Un acontecimiento
capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento del
Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua,
comparable a la presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia
del Oriente —algo vasto, inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos
y voy a enumerar algunos. Lo que me parece conveniente, si queremos entrar en
este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la infancia, el tema del
Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la
primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también,
aunque el título es menos bello que el de Libro de Las mil y una noches. Voy a
enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación
de Egipto, el lejano Egipto. Digo “el lejano” porque el espacio se mide por el
tiempo y las navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era
mayor, y lo sentían misterioso.
Examinaremos
después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son
verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo:
“¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”.
¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me lo preguntan, lo ignoro. Busquemos
una aproximación.
Veamos los
encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista
la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se
sabe.
Fue éste el primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que
afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser griego y se hizo parcialmente persa.
Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A Alejandro, que dormía con
la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más adelante,
pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda
que, bien lo sé, será de interés para ustedes.
Alejandro no
muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga
por desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una
fogata.
La rodean guerreros de tez amarilla y ojos
oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como esencialmente es un soldado, participa
de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un soldado: no le
importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de
tantas cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay
una que lo inquieta. La tiene en la palma de la mano y dice: “Eres un hombre
viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo
era Alejandro de Macedonia.” Recobra en ese momento su pasado y vuelve a ser un
mercenario tártaro o chino o lo que fuere.
Esta memorable
invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había sido
predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo
celebra aún bajo el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos
cuernos del Oriente y del Occidente.
Veamos otro
ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no
pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda
estampada, de un país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que
es lejano y pacífico, muy numeroso, que abarca los últimos confines del
Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda inconsútil, con
imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que
conocía.
Otra revelación
del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí
se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India,
del rey Poro. Hay un verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta
años y que, de pronto, me viene a la memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal
dice: “Ultra Aurora et Ganges”, “más allá de la aurora y del Ganges”. En esas
cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal lo sintió
como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido
fascinación sobre los hombres del Occidente.
Prosigamos con la
historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca. Se
trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su
colega Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde
Bagdad hasta Francia, pero eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese
elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos que la palabra monstruo no
significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado “Monstruo de la Naturaleza”
por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los
francos y para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no
pudo haber leído la Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto
germánico.)
Le envían un
elefante y esa palabra, “elefante”, nos recuerda que Roland hace sonar el
“olifán”, la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede
del colmillo del elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos
que la palabra española “alfil” significa “el elefante” en árabe y tiene el
mismo origen que “marfil”. En piezas de ajedrez orientales yo he visto un
elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como
podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.
En las Cruzadas
los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por ejemplo.
Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León.
El león que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no
puede ser infinita, pero recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación
del Oriente (durante mucho tiempo fue la mayor revelación), aquel libro que
dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que los venecianos
fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí
precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de
Coleridge.
En el siglo
quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de
fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron
habladas al principio en la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y,
finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en El Cairo. Es el Libro de Las
mil y una noches.
Quiero detenerme
en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo, como
aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.
En éste hay otra
belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra “mil” sea
casi sinónima de “infinito”. Decir mil noches es decir infinitas noches, las
muchas noches, las innumerables noches. Decir “mil y una noches” es agregar una
al infinito. Recordemos una curiosa expresión inglesa. A veces, en vez de decir
“para siempre”, for ever, se dice for ever and a day, “para siempre y un día”.
Se agrega un día a la palabra “siempre”. Lo cual recuerda el epigrama de Heine
a una mujer: “Te amaré eternamente y aún después”.
La idea de
infinito es consustancial con Las mil y una noches.
En 1704 se
publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del
orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente
entra plenamente en la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos
altos nombres. El de Byron, más alto por su imagen que por su obra, y el de
Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y ocurre luego otra
revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos
por Kipling: “Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa”.
Volvamos al
momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un
acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704,
en Francia. Esa Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la
literatura está legislada por Boileau, quien muere en 1711 y no sospecha que
toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida invasión oriental.
Pensemos en la
retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en el
culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: “De las
operaciones del espíritu, la menos frecuente es la razón.” Pues bien, Boileau
quiere fundar la poesía en la razón.
Estamos
conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y
ello es también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces
belicoso del Oriente y del Occidente, ya que América fue descubierta por el
deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la gente de Moctezuma, de
Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles
creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es
parte de ese diálogo del Oriente y del Occidente.
En cuanto a la
palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría
decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias
occidental. Hay dos naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones
son Grecia (ya que Roma es una extensión helenística) e Israel, un país
oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura occidental. Al hablar de
las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua que
es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en
el Oriente. Hay un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento
de Europa por los chinos y es un hecho real, que tiene que haber ocurrido
también.
El Oriente es el
lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero recordar:
Morgenland —para el Oriente—, “tierra de la mañana”. Para el Occidente,
Abenland, “tierra de la tarde”. Ustedes recordarán Der untergang des
Abendlandes de Spengler, es decir, “la ida hacia abajo de la tierra de la
tarde”, o, como se traduce de un modo más prosaico, La decadencia de Occidente.
Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan hermosa, ya
que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente
sentimos la palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a
recordar el verso ilustre de Dante, “Dolce color d’oriental zaffiro”. Es que la
palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro oriental, el que procede del
Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera mañana en
el Purgatorio.
¿Qué es el
Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo
bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para
los griegos y romanos fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de
África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el Oriente también, y las tierras
de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países que
se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo,
Tartaria, la China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir
Oriente creo que todos pensamos, en principio, en el Oriente islámico, y por
extensión en el Oriente del norte de la India.
Tal es el primer
sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay
algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he
sentido en Granada y en Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no
sé si puede definirse; pero no sé si vale la pena definir algo que todos
sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos al Libro
de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos
pensar en Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de
arena con peces de oro. En primer término pensamos en el Islam.
Veamos la
historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está
oculto. Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son
obras de generaciones de hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que
los artesanos, los artífices de las catedrales, sabían bien lo que hacían. En
cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra de miles de
autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los
libros más ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente
que en el Oriente, según me dicen. Ahora, una noticia curiosa que transcribe el
barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con admiración por Lañe y por
Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una noches. Habla
de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche
que refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la
noche. Cita un antiguo texto persa que informa que el primero que oyó recitar
cuentos, que reunió hombres de la noche para contar cuentos que distrajeran su
insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que haber sido
fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que
encantó a Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran
como hombrecitos, con sus Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral
fue agregada al fin: lo importante era el hecho de que el lobo hablara con el
cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.
Tenemos a
Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres de la
noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo.
Lañe, en su libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians,
Modales y costumbres de los actuales egipcios, cuenta que hacia 1850 eran muy
comunes los narradores de cuentos en El Cairo. Que había unos cincuenta y que
con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.
Tenemos una serie
de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según
Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a
Persia; en Persia los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan
finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del siglo quince. A fines del siglo
quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de otra, persa
según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.
¿Por qué primero
mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la
superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de
mal agüero. Entonces se buscó una cifra impar y felizmente se agregó “y una”.
Si hubieran puesto novecientas noventa y nueve noches, sentiríamos que falta
una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y que nos agregan
todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés
Galland, quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente
en ese texto. Está, ante todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.
Es sabido que la
cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones
occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la
filosofía indos-tánica; tampoco hay historias chinas de la literatura china,
porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos. Se piensa que la
literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen
razón. Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como
quiere Burton, Book of the Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches
y una noche), sería un hermoso título si lo hubieran inventado esta mañana. Si
lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo pues no sólo es
hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da
ganas de leer el libro.
Uno tiene ganas
de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro puede
olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo
está hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.
En el título de
Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro
infinito.
Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y
una noches hasta el fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es
infinito.
Tengo en casa los
diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré leído
todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser
desdichada pero ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de
eternidad de Las mil y una noches del Oriente.
¿Y cómo definir
al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de
Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente
oriental. Supongo que un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente
malayo, pero no oriental. Del mismo modo, nadie se siente latinoamericano: nos
sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No importa, el concepto
no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el cual
las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un
mundo de reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes
que son, digamos, irresponsables como dioses.
Hay, además, la
noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la noción
de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad
distinta. Es suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay
otra relación causal. Esa relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a
una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y aparece el genio. Ese genio es
un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad. Puede
ocurrir en cualquier momento.
Recordemos la
historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre.
Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una
expresión mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El
pescador no se acerca al mar, se acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la
arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca cacharros rotos, saca,
en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y
la red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una
jarra de cobre amarillo, sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la
jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá vender la jarra a los
quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura
de un genio.
¿Qué son esos
genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los
hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el
espacio y son invisibles e impalpables.
El genio dice:
“Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol.” El pescador le pregunta por qué habla
de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le
pregunta, también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que
fue uno de los genios que se rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró
en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar. Pasaron cuatrocientos años y
el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo, pero nada
ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros.
Pasan los siglos y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el
que jura que dará muerte a quien lo libere. “Ahora tengo que cumplir mi
juramento. Prepárate a morir, ¡ oh mi salvador!” Ese rasgo de ira hace
extrañamente humano al genio y quizá querible.
El pescador está
aterrado; finge descreer de la historia y dice: “Lo que me has contado no es
cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra,
puedes haber cabido en este pequeño recipiente?” El genio contesta: “Hombre de
poca fe, vas a ver”. Se reduce, entra en la jarra y el pescador la cierra y lo
amenaza.
La historia sigue
y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey, luego
el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las
mil y una noches. Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras
esferas o en las muñecas rusas. Algo parecido encontramos en el Quijote, pero
no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además todo esto está dentro de
un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido engañado
por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada
noche y hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada
resuelve salvar a las otras y lo va reteniendo con cuentos que quedan
inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le muestra un hijo.
Con cuentos que
están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una
suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así,
los libros de Alicia de Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay
sueños adentro de sueños que se ramifican y multiplican.
El tema de los
sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la
historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le
ordena en sueños que vaya a la ciudad de Isfaján, en Per-sia, donde lo aguarda
un tesoro. Afronta el largo y peligroso viaje y en Isfaján, agotado, se tiende
en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre ladrones. Los
arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El
egipcio se lo cuenta.
El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice:
“Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en El Cairo en
cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y luego una fuente y
una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a
esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete.” El
otro se vuelve a El Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa.
Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.
En Las mil y una
noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de Ulises,
salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las
mismas (ahí está Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se
han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros
bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese libro capaz de
tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de
Galland, es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que
no exige ningún esfuerzo del lector; sin ese primer texto, como muy bien dice
el capitán Burton, no se hubieran cumplido las versiones ulteriores.
Galland, pues,
publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero al
mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla
del movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir
que el movimiento romántico empieza en aquel instante en que alguien, en
Normandía o en París, lee Las mil y una noches. Está saliendo del mundo
legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad romántica.
Vendrán luego
otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage; las
baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el
movimiento romántico empieza en Inglaterra con Cole-ridge, que sueña con Kublai
Khan, el protector de Marco Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo
entreveradas que están las cosas.
Vienen las otras traducciones. La de Lañe está
acompañada por una enciclopedia de las costumbres de los musulmanes. La
traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en un curioso
inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y
neologismos, un inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil
lectura. Luego la versión licenciosa, en ambos sentidos de la palabra, del
doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún encanto
literario, de Lit-tmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de
quien fue mi maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en
México; es, quizá, la mejor de todas las versiones; también está acompañada de
notas.
Hay un cuento que
es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las versiones
originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la
versión de Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien
sospechó que Galland había falsificado la narración. Creo que la palabra
“falsificar” es injusta y maligna. Galland tenía tanto derecho a inventar un
cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿ Por qué no suponer
que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?
La historia no
queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice que
para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese
cuento, incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago
del Magreb que llega a la China porque sabe que ahí está la única persona capaz
de exhumar la lámpara maravillosa. Galland nos dice que el mago era un
astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca del
muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un
hecho del todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y
había oído las innumerables pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre
esas pisadas, las del chico predestinado a exhumar la lámpara. Esto, dice De
Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de correspondencias,
está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las
mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y
descifrara los pasos de Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una
invención que los sueños o la memoria dieron a De Quincey. Las mil y una noches
no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches prosigue su camino. A
principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve
o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán
otros traductores y cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi
podríamos hablar de muchos libros titulados Las mil y una noches. Dos en
francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados por
Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil;
uno en castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto,
porque Las mil y una noches siguen creciendo, o recreándose. En el admirable
Stevenson y en sus admirables Nuevas mil y una noches (New Arabian Nights) se
retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad, acompañado de su
visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un
príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo
recorrer Londres. Pero no el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no
al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de Las mil y una noches.
Hay otro autor
cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El
Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre
que fue Jueves no existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no
hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese leído Las mil y una
noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto
que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y
es parte de esta noche también.