La orca y la escafandra
Stephanie Olivera Juárez
Hoy he visto como
nunca el atardecer, donde va mi nostalgia que ya no es mía, les pertenece a
otros. Vengo con el cuerpo pesado, arrastrando la culpa. Solo sé que algo en mí
se dispuso a vengar antiguas y mal cobradas promesas. También sé que me están
buscando por lo que hice, y en nombre del santísimo padre todopoderoso, pido
perdón. He de ser castigado, pero sepan bien que mis actos van más allá de todo
el mal, de toda la justicia, de todo el amor. Por lo tanto, me siento obligado
a expiarme. Heme aquí, desnudo por primera vez.
Me llamo Plutarco
Eufrasio, la historia que voy a contar no es del todo mía, pues ellos ya están
muertos, y ha quedado en mí la obligación de brindar fe de ello, por ser el
único testigo, ahora puedo decir que este enredo tuvo lugar en la desconocida
isla de Holbox, dicen los mayas que es un agujero negro, y con cuánta razón,
pareciera que vivimos dentro de uno y que no podemos salir nunca. Soy pescador
de tiburones con la piel dura, así lo decía mi padre, y se tomaba muy en serio
su trabajo, Con el mar nunca se juega. Temía no regresar del mar, y como señal
de una buena pesca las madres tiraban nuestros ombligos al agua salada, ya
quedamos pocos en la isla, nos hemos convertido en migajas del tiempo. Yo no me
he ido por cuidar el faro en el lado Este de la playa. Y quizás, solo quizás no
me he ido porque la nostalgia ha llamado mi nombre.
Con el tiempo me
casé muy joven con Alma y tuvimos dos hijas, Matilde, alegre y banal, soñó con
casarse con un hombre de dinero para salir de la pobreza. A los cinco años,
nació Eleonora, alejada de las pasiones mundanas y poseía una imaginación
inquebrantable, lo cual me disgustaba. Silverio, mi hermano, apegado a
Eleonora, había regresado al pueblo convertido en un hombre de mundo. Trajo
consigo libros, ropa fina, una pipa y dinero. No sé cómo ni cuándo se convirtió
en coleccionista de antigüedades. Ciertamente, esos oficios en un pueblo tan
pequeño como Holbox se los tragaba el mar. Silverio tenía un casco de
escafandra color plata que a Eleonora le gustaba ponerse para jugar a explorar
barcos de piratas hundidos en el fondo del mar. Por las noches, le
gustaba sentarse en la playa a escuchar leyendas de la isla. Silverio la instruyó
muy temprano en la lectura y le prestaba sus libros, los cuales devoraba
frenéticamente. Sin duda, figuraban como dos extraños en un lugar donde no se
hacía otra cosa más que pescar, ir a misa los domingos y jugar dominó en las
sucias cantinas. Fascinada, Eleonora le pidió un libro de aventuras marinas.
Cuando me enteré de ello, rogué que le regalará otro libro, algo así como una
enciclopedia sobre la vida marina, la cual consiguió un amigo suyo, un güero
que hablaba raro, a cambio de tres pargos macizos. Obviamente, aquella faena me
tocó a mí como parte del trato, pues Silverio, como temperamental hombre de
tierra, no soportaba meterse al mar.
Sentada sobre la
mesa, me miró asombrada y sin pensárselo dos veces me habló sobre las orcas,
que preferían las aguas polares y se distinguían por su ferocidad. Poseían la
inteligencia para distinguirse a sí mismas al contemplar su reflejo. Me mostró
varias fotografías de las orcas en la Antártida, las cuales me parecieron
aburridas. Habló de una leyenda nórdica sobre los tiempos de la creación del
universo, donde existieron dos seres, uno negro y otro blanco, y se amaban a
pesar de no ser iguales. Se les obligó a separarse para continuar por caminos
distintos, pero en nombre de la terquedad siguieron juntos. Así fue como nacieron
las orcas. Le lancé una mirada severa y le dije con seriedad, Hijita, estoy
seguro que aún no te das cuenta de muchas cosas, pero créeme, si te digo que
son simples cuentos de tu tío Silverio, no son reales, lo que sí es real es que
las orcas son creaciones del señor Todopoderoso. Ya déjate de tonterías, ponte
a cocinar con tu madre, Anda. Unas lagrimillas asomaron por sus ojos verdosos y
me di cuenta que había destrozado su universo. Los dibujos y los libros los
encontré tirados, rotos. Ni Silverio ni Eleonora jugaron más a ser los
exploradores de mares desconocidos. Las orcas y las escafandras desaparecieron
y la imaginación de Eleonora fue reemplazada por la sumisión inconsciente que
vivían las mujeres del pueblo.
Pasaron muchos años
y la llegada de la juventud le sentó bien a Eleonora, quien se había convertido
ya en una muchachita robusta con un aspecto fresco. Ahora era mucho más tímida,
más seria y más real. Sin embargo, a ciertas deshoras todavía se mostraba
nostálgica y ausente, como si estuviese fuera de este mundo. Un día de tantos,
llegó a Holbox un hombre sin pasado. Era joven y se llamaba Eugenio y pretendía
quedarse un rato a probar suerte montando un pequeño local en el mercado, pues
tenía buena mano para los negocios. Salía a caminar por el pueblo, que le
parecía exquisito y pintoresco, pero quedó embelesado por la belleza de mi hija
Matilde, quien ya había cumplido los veintitrés años. Se conocieron en enero y
casi dos años después Eugenio pidió la mano de mi hija. Ese día, siguiendo las
viejas tradiciones de los pescadores, lo llevé al mar y le dije “Eugenio ama,
cuida y sirve a mi hija Matilde, quien te ha confiado su vida. No falles a tu
voluntad ahora que serás un hijo mío, un hijo del mar”. Al terminar, hundí su
cabeza en el agua salada tres veces. Y después, todos esperamos a octubre.
Cuando vi a Matilde
bajar las escaleras de la casa con ese hermoso vestido de encaje que le había
hecho su madre, lloré. Estaba reluciente, y con una de sus sonrisas me tomó del
brazo y partimos a la rústica capilla que habíamos construidos los hombres del
pueblo y yo hace más de quince años. La acompañé como no queriendo todavía y la
entregué a aquel hombre de piel blanca. Me senté al lado de mi mujer,
ensimismada en quien sabe que fantasías maternales. Junto a ella estaba
Eleonora como una luz apagada. La ceremonia marchaba bien, como lo esperado en
todas las bodas. Antes del dar el sí, Matilde paró en seco sus palabras y salió
corriendo por el pasillo de la iglesia sin mirar atrás. En medio de y ante la
mirada atónita de los invitados traté de alcanzarla preguntándome una y otra
vez, ¿Por qué Matilde salió corriendo?, ¿De qué huía? Se me agotaba el aire y
por la boca seca retenía un poco. No sé cuánto tiempo corrí, solo veía el
vestido blanco de Matilde flotando como un fantasma, mientras se perdía entre
los manglares y la arena de la playa. El ocaso casi muerto y las aguas del mar
no eran mansas aquel día. A lo lejos miré el faro blanco de Holbox y por un
descuido, tropecé contra una roca que no vi y caí boca abajo golpeándome la
cabeza. Por unos instantes no sentí nada. Un dolor punzante en un costado me
despertó, y vi a Eleonora sentada a mi lado con los ojos hecho polvo y sus
puños como dos costras endurecidas. Entumecido, me incorporé con vacilaciones y
pude notarla más ausente que nunca. La tomé del brazo y le pregunté por su
hermana. Sin voltear a verme, sus manos temblorosas apuntaron al mar. Las
primeras olas me golpearon, tratando de devorarme con su boca ancha. Con mis
brazos anclados a una roca buscaba frenéticamente a Matilde. Luego fui de un
lado a otro, luego nadé en contra de la marea. Luego, nada. Chillé y grité con
la furia de mil leones. Exhausto regresaba a la orilla de la playa soltando un
reclamo al mar. Maldito el mar, malditas las bestias y los hombres que no
vuelven. Malditas las orcas. Empapado y con los ojos ardientes por las lágrimas
regresé con Eleonora, la tomé de ambos brazos, la miré fijamente y
zarandeándola de atrás hacia adelante le insistí en que me dijera cómo había muerto,
“Se la tragó”, fueron sus únicas palabras, y al instante sentí sus dientes
penetrando mi brazo. Por instinto la solté y huyó a no sé dónde ni con quién.
Regresaba a casa y en cuanto entré por el umbral de la puerta, Alma saltó sobre
mí encolerizada y con los ojos desorbitados. Tomé su cuerpo con brusquedad,
pero la miré tiernamente y le dije todo. Alma cayó al suelo.
Aquella noche no
pude conciliar el sueño, fui a la cantina y me emborraché. En la mañana
desperté en la barra sucia del bar con dolor de cabeza, Alma se había ido de
Holbox, se fue como si nada y yo me quedaba en este maldito hoyo negro. La
noticia de la muerte de Matilde arrasó como una plaga, y por la noche, unos
hombres tocaron la puerta, al parecer eran aldeanos, dispuestos a ayudar en la
búsqueda de Matilde. Los invité a sentarse en la sala, sin que notaran mi
corazón acelerado, les agradecí su buena voluntad y disimulando mi
inexperiencia con las mentiras les dije que ya todo estaba bien y que habíamos
encontrado a Matilde con Eugenio, se habían reconciliado. Los nervios y el
estrés no habían sido el mejor pronóstico para llevar a cabo la boda como bien
se merece, y se tuvo que posponer indefinidamente. Por lo pronto Matilde estaba
bien y con mi bendición se había marchado con su madre Alma y con Eugenio, del
cual la verdad no había vuelto a saber nada. No sé si lo creyeron o como signo
de complicidad se marcharon y me agradecieron por el café. Nadie volvió a
preguntar nada.
Aún los primeros
días eran absurdos al lado de Eleonora, nadie hablaba en aquella casa, si acaso
recurríamos a algunas vaguedades. Yo estaba absorto y sucio, no me bañaba ni
tenía hambre, pero seguía poniendo la mesa, seguía tendiendo la cama, seguía
barriendo la calle; la rutina era necesaria. Otros días me quedaba en cama,
Eleonora me traía la merienda, una sopa insípida que me comía sin más, y
después se iba. Al volver por las madrugadas, me hacía el dormido y la
escuchaba quejarse al otro lado de la habitación. Otros días despertaba
gritando empapada en sudores fríos. Y otros días sonreía, era una sonrisa muy
extraña.
En los primeros
albores de un peligro inminente, Eleonora ya no pudo más y cayó enferma. Si me
preguntan, no recuerdo exactamente cuando aparecieron todas sus loqueras,
porque he de confesar que yo pensaba, injustamente, que Eleonora estaba mal de
la cabeza y que no tenía remedio alguno. Así que no le di importancia y me
acostumbré a sus sobresaltos a la hora de comer, a sus retratos de hombres
y mujeres invisibles, los Picasso en las paredes, los bailes con pies de gato y
las fantasías con caballeros y dragones helados de lejanas tierras.
En una tarde de
otoño, mientras pelábamos algunos arenques sentados alrededor de una lumbre, me
dijo casi obligada, que le daban mucho miedo las ballenas. Y dicho esto, soltó
un alarido que hizo temblar la isla para después correr hacia la mesa de la
cocina. La encontré ahí, encima de la misma con la cabeza baja, apoyándola
sobre sus rodillas y los brazos entrecruzados en las mismas. Creo que la
escuché decir “ahí están, no se mueven, ¡me ven, me ven!”
La vida se nos pasó
de largo y quince años después, la loca del pueblo, Eleonora, daba espectáculos
al bañarse en la fuente de la plaza del pueblo y vociferaba canciones
empalagosas que la gente ignoraba. Trabaja bien el cuarzo y hacia algunos
collares que nadie compraba, “sabrá Dios si están malditos, con esa loca uno no
se fía”, escuché a una señora gruesa decirle a otra, después de que Eleonora le
ofreciera un collar negro. Ningún niño, hombre ni animal se acercaba a Eleonora,
aunque en el pueblo de Holbox nadie es un santo que valga la pena, porque todos
esconden sus pecados. A ella parecía no importarle, siempre sonreía. Era yo
quien sufría y por ello no tuve más remedio que encerrarla en casa, hasta que
sin darme cuenta escapó. Hace días me venía hablando algo sobre una escafandra
y las orcas. Me decía “papá, las orcas me están viendo y quieren que vaya a
buscarlas, voy a ir un día de estos.” Dos noches después, improvisó un casco de
escafandra con un pedazo de cartón, se lo puso y sigilosamente salió de la casa
a medianoche. Fue hasta la playa y entró al mar. Se sumergió y se dejó ir. A la
mañana siguiente me levanté temprano y encontré un pequeño libro, era el diario
de Eleonora y como pensé que había salido a comprar la leche y el pan, lo
empecé a leer y al final de la última página estaba escrita una nota.
Quince de octubre de 1960
Ya está todo listo,
hoy he terminado mi escafandra. Me he armado de valor y por fin veré a las
orcas.
Con mucha paciencia
repasé desde el principio cada una de las hojas y pude notar que en muchas de
éstas había dibujos de cientos de ojos negros y otros de orcas. No había muchos
escritos, pero en la página setenta y cinco encontré un texto que decía:
Veintisiete de marzo de 1958
Le tengo miedo a
las orcas, no sé desde hace cuánto, pero suelo imaginarme una ballena toda
blanca y negra que aparece detrás de mí, en el reflejo de las losas del baño en
plena quietud y suspendida, como volando. Puedo sentir que aquella bestia
ingrata no tiene el deseo alguno más que el capricho insaciable de mirarme
siempre al bañarme, con esos ojos penetrando toda mi desnudez, toda mi
vulnerabilidad.
Encontré otro que
parecía ser el relato de un sueño que había tenido Eleonora. Narraba
lo siguiente:
Veintiuno de
septiembre de 1960.
A veces tengo
destellos de luz y puedo ver claramente. Aprovecharé ahora que no viene la
loquera para escribir lo que soñé ayer en la noche antes de que pueda
olvidarlo. Soñé que me hallaba en la playa cerca del faro y que era de noche.
En la orilla y sobre la arena había una luz azul brillante, como si unas
luciérnagas durmieran sobre la piel del mar. Eran las noctilucas que a veces se
pueden ver durante ciertas temporadas. Entonces, me acercaba a la orilla y me
iba metiendo. De repente estaba ya en medio de un mar nocturno, simulando una
caja negra, y lo único visible dentro de aquel páramo era una roca que emitía
cierta luz y que se encontraba justo debajo de mí, en el fondo. Recuerdo que me
llamaba la atención y descendía por la oscuridad de un mar profundo y sombrío,
donde lo único certero era precisamente aquello, una roca brillante.
Sentía el agua cada
vez más fría y pesada. En unos instantes la penumbra era casi total salvo por
aquella luz misteriosa. Me quedé inmóvil en la penumbra y todo estaba
silencioso hasta que un lamento profundo invadió todo el lugar. Mi cuerpo se
erizó y giré mi cabeza para ver de dónde venía aquello, pero no veía nada. Me
quedo ahí sin hacer ningún movimiento y otro lamento se escuchó a lo lejos.
Hubo otra pausa y después otro lamento. Después, la nada. Sentía que ya no
tenía ni piel ni huesos.
Repentinamente,
volví en sí al recordar la roca brillante y pensé que eso me ayudaría un poco a
ver qué era lo que emitía ese sonido. Topé contra lo que parecía ser un palo
puntiagudo. Y descendí un poco más y cuál fue mi sorpresa que aquel lugar era
un barco encallado en el fondo del mar. Me di cuenta que lo que brilla no era
más que el casco viejo de una escafandra descuidada por el tiempo y que se encontraba
ahí, como un viejo tesoro de piratas. Ante mi curiosidad quise
tocarlo y cuando lo hice un rugido salió de las entrañas del barco y con una
furia indescriptible. Todo tembló y caí por fuerza del agua hacia atrás. Cuando
me recuperé, agarré inmediatamente el casco de la escafandra y me lo puse
encima. Podía alumbrar mejor y me giré nuevamente. A pocos metros de mí,
vislumbré lo que parecía ser una esfera enorme y cristalina de color negro
brillante en donde podía verme reflejada completamente. Era de una atracción
tal que quedo embelesada por un rato. Nuevamente, presa de la curiosidad quise
tocarla y cuando mi dedo la alcanzó, sentí una masa gelatinosa. Al mismo
tiempo, la esfera desapareció abruptamente. Extrañada miré a todos lados, pero
casi al instante volvió a aparecer ante mis narices y sin más, desapareció y
apareció nuevamente. Sin duda, una curiosa esfera en un barco en el fondo del
mar. ¿Qué hacía esa esfera aquí abajo? Estaba divagando cuando me di cuenta que
aquello no era una esfera, era un ojo. Me quedé inmóvil.
Poco a poco, traté
de alejarme lo más lento posible de aquel ojo inmenso nadando torpemente hacia
abajo hasta que topé con lo que parecía ser la arena del fondo. El ojo me
siguió y con el cuidado de un celador, me arrastré a tientas con mis pies en
reversa por la arena. Duré así un buen rato hasta que di contra una algo duro.
Miré rápidamente hacia atrás y descubrí la entrada de una cueva.
Acto seguido, me
refugié adentró de la caverna y la espantosa agua salina se había ido cambiándose
por la humedad y unas paredes tan altas formadas por grandes piedras calizas.
No se veía rastro alguno del acechante ojo, y que, por resguardo de la cordura
y el equilibrio, no me atreví a encarar al ser siniestro al que pertenecía.
Tampoco aquella caverna era el escondite más seguro y acogedor; el interior
hacía pensárselo dos veces antes de poner dos pies en ella, quien sabe que
lúgubres secretos resguardaba; pero si de una cosa estaba segura es que no
quería volver afuera, por lo cual no me quedó más remedio que seguir adelante.
Una vez más, la penumbra aparecía como mi fiel compañera, pero afortunadamente
también me acompañaba un casco brillante y oxidado de una escafandra de tiempos
muy olvidados que encontré sobre la cubierta de un barco.
Adentrándome
entonces, caminé un rato sin saber exactamente a donde me dirigía. En algunos
momentos dudé porque todo me parecía igual y recordaba distintos puntos de la
cueva. Pensaba que me había extraviado dándome por vencida cuando llegué a una
especie de zona cubierta por largas y puntiagudas estalactitas y muros de
hielo. En la entrada había un letrero con una insignia que apuntaba “No mires o
te mirará”, no entendí muy bien el significado por lo que no le di mucha
importancia. Más adelante, había un puente colgante que dividía el punto donde
me encontraba yo y el otro extremo, con una salida al exterior de la cual
emanaba una luz cálida. Debajo de mí, un espantoso lago congelado y un aire más
gélido que me sobrecogió. Inicié la marcha temblorosa por aquellos tablones de
madera que crujían por todo el lugar blanco e inhóspito. Me encontraba a mitad
del camino, y aun así parecía que acaba de empezar. Llevaba ya un rato, cuando
por azares oníricos, todo se volvió obscuro y unos rayos de luz empezaron a
caer aclarando las paredes de los muros de hielo. Un desfile de luces impregnó
la escena dándole un ambiente sobrenatural. Estaba tan nerviosa por tal
espectáculo, que me aferré a la cuerda del puente. En medio de tal calvario, a
pocos metros antes de cruzar hacia el otro extremo la luz de un relámpago me
hizo mirar hacia la pared de hielo del lado derecho. Un largo sonido
salió del interior del hielo, era el triste lamento que había escuchado
anteriormente el fondo del mar y la más horrible de las bestias marinas
apareció instintivamente. Era una orca gigantesca de color blanco y negro, con
aquellos largos y afilados dientes al sonreír macabramente. Se encontraba
detrás de la pared del hielo, intentando quebrarla empujándola con la cola. Me
quedé mirándola y cuando me miró, caí del puente.
Desperté
súbitamente, tapándome los ojos y con gritos de desesperación. Cuando reconocí
que había sido un sueño, me encontraba en mi cama empapada en sudores fríos.
Tenía las manos temblorosas e intenté calmarme tomando un vaso de agua que casi
se me resbala. Miré al otro lado, mi padre estaba dormido. Me levanté y fui a
la ventana. Mientras fumaba un cigarrillo miré a lo lejos los tejados de paja.
Un aire isleño me sumergió en mis pensamientos en medio de una taciturna
velada. Pensé en Matilde y en mamá. Apagué el cigarrillo y me fui a dormir.
Me quedé pensativo
y vinieron a mi mente la escafandra, las orcas, los ojos negros. No encontraba
sentido alguno. Vi la fecha, lo había escrito hace poco y de pronto pensé en
aquel día negro. Mi corazón enardeció, mis manos se volvieron las manos de
todos mis ancestros y se me adelantó un suspiro guardado, como una ola que
choca furiosa con la piedra. Once de octubre, lo encontré
arrastrando el dedo por las letras esparcidas. Empecé a leer, apenas podía
sostenerme.
Once de octubre de
1945.
Estoy dispuesta a
hacer una confesión y decir la verdad. Hoy mi hermana Matilde se casa con
Eugenio Cruz a sus veintitrés años. Estoy feliz por ella, pero no puedo más que
pasar penurias, estoy enamorada de Eugenio y él de mí. Nos hemos visto algunas
noches cerca de la cueva que está por el faro, casi nadie conoce el lugar. En
la playa hacemos el amor y sus ojos me lo dicen todo. Me ha confesado que me
ama demasiado tarde. No quiere casarse con mi tonta hermana, pero ya ha
quedado en deuda y el compromiso ya está hecho. Me ha prometido que le
inventará alguna excusa y se divorciaran para irnos lejos, y yo le creo. Pero,
por las prisas de verle otra vez, antier dejé caer una maceta al escapar por la
ventana y eso despertó a Matilde. Como me vio corriendo siguió tras de mi sin
darme cuenta. Esa noche nos vio abrazados, y se lo guardó para el
día de su boda. Cuando fui tras ella, no pensaba con claridad y me preguntaba
porque se había ido así de la boda. Pensaba que se había dado cuenta de algo y
me puse muy nerviosa porque no quería que nadie se enterara de lo que había
pasado entre Eugenio y yo. Cuando se paró en la playa, se volteó enfurecida,
estaba fuera de sí, y se metió al mar y yo me metí junto con ella. Las olas me
golpeaban muy fuerte y casi me resbaló dos veces en la arena. A lo lejos, vi a
papá desmayarse tras haberse golpeado la cabeza, pero mejor quise alcanzar a
Matilde porque ya estaba casi hundida a la mitad y la tomé del brazo, pero se
zafó bruscamente, avanzó unos pasos más y le grité que parará. Se volteó y me
miró con aquellos ojos negros y me maldijo, me dijo lo que había visto, que yo
había arruinado sus planes de irse, el mejor día de su vida y que era una
sucia, que nunca más quería verme. Y cuando terminó de decir cuanta cosa pudo,
se hundió toda y de repente ya no la vi. Me entró un pánico horrible y la
empecé a buscar metiendo mis manos y mi cabeza al agua, todo estaba oscuro y
casi no podía ver nada. Entonces tentando con las manos agarré su vestido
blanco y tiré con fuerza. Parecía ella un pez y yo un pescador. La tomé por la
espalda y me empujó con todas sus fuerzas y caí hacía atrás sintiendo como toda
el agua se me venía encima y entraba por donde podía. Fue lo peor que he
sentido, su mano en el cuello de mi vestido, arrastrándome lejos de la orilla,
hasta que ya no pudo tocar la arena con los pies. Y ahí se sentó justo encima
de mí, sin que pudiera salir, en ese momento sentí que si quería matarme. Mis
manos tiraron de sus pies y se hundió junto conmigo, y como dos animales
salvajes luchando por sobrevivir me empujé con su cuerpo para salir del agua y
el aire entro por mi boca. Mi cabello mojado encima de mi cara y el peso de mi
vestido me inmovilizaron. Me lo quité, dejándome el camisón que traía debajo.
Después, traté de traerla conmigo, pero se rehusaba a dejarme ir, quería que me
ahogara junto a ella. En un santiamén cayó la noche, apenas podía ver y lo
negro del agua me asustó. Envuelta en el miedo traté de llegar a la orilla. En
mi huida, por accidente, golpeé fuertemente la cabeza de Matilde con mi
rodilla, y entonces desprendió sus brazos de mi cuerpo dejándose ir, y vi cómo
se perdía en la profundidad del agua. Quise ir por ella, traerla de vuelta,
pero sabía que era en vano, lo último que pude ver fueron sus ojos negros
viéndome. Cuando llegué a la orilla de la playa, vi a mi padre aún inconsciente
y me quedé con él hasta que despertó.
Terminé de leer y
sobresaltado regresé a la playa. En la orilla yacían dos cuerpos que un buzo
había rescatado, luego de que un hombre había visto dos mujeres en el mar. Una
traía un vestido negro y la otra su vestido blanco de boda. Habían colocado los
cuerpos uno junto al otro, como en un abrazo, y entonces se me figuró una orca
que venía del mar, de aquel maldito mar. Muchos habitantes miraban la escena
estupefactos, los cotilleos no fueron de esperarse. “Son las hijas de don
Eufrasio”, decían algunos y luego me miraban con la picardía y el cinismo del
espectador. Nadie se percató cuando me fui corriendo a casa, tomé una mochila y
el diario de Eleonora, la red de pesca, el cuchillo con el que cortó los peces
y toda mi suerte. De ahí partí rumbo a Chiquilá y pregunté en todas las calles
y las casas por el infeliz de Eugenio hasta que di con él. Vivía en una de esas
casitas con techo de palma a orillas del mar, lo cual fue un alivio certero, la
puerta estaba abierta, lo encontré sentado en el sofá tomando un café y leyendo
el periódico. No pude contenerme, lo tomé por detrás y con todo el coraje que
traía, le di una cuchillada por la espalda. Cayó a un costado chillando de
dolor. Me miró a los ojos e intentó ponerse en pie, pero no pudo. Agarré la
soga y lo sujeté, pero me esquivo con sus manos, le di otra cuchillada en el
muslo con lo que se retorció otra vez, intentaba arrastrarse, pero esta vez me
hinqué sobre su cuello, “Cállate, animal”, escupí mientras amarraba sus manos y
luego sus pies. Me gritaba y alardeaba como una bestia convaleciente. Tomé una
cinta adhesiva que siempre cargaba, se la puse encima de la boca y callé hasta
mi propia alma. Luego, envolviéndolo con la red de pesca lo dejé ahí tirado.
Busqué con prisas la lancha que había rentado por algunas horas. Acuestas, sin
que nadie nos viera lo arrojé a la lancha. Por suerte, hacía mal tiempo y no
había nadie pescando. Navegué hasta las aguas más profundas y sin más, lo
arrojé. Bienaventurados los que no temen al mar, pues ellos podrán gozar sus
secretos y guardar los propios.
Regresé a Holbox,
hace cinco horas, y con media docena de cervezas calientes vacilo al escribir
en las hojas vacías del diario de Eleonora. Estoy medio borracho y la marea
alta me ha acurrucado en un letargo agradable. Abro los ojos y apenas me doy
cuenta que todo este tiempo he tenido encendida la luz del faro. Cierro los
ojos otra vez, y siento la brisa que me envuelve.
Ya vienen.
…
Stephanie Olivera Juárez.
Victoria de Durango,
Durango, México; 22 de marzo de 1992. Licenciada en Psicología por la
Universidad Juárez del Estado de Durango. Se encuentra realizando estudios de
posgrado. Escribe sus primeros textos desde adolescente por influencia de su
padre –El poeta y novelista cubano Ernesto Olivera Castro– Actualmente, desarrolla
otros escritos literarios.